cap.28

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Después de colgar el teléfono, salgo al porche y me quedo contemplando los gélidos campos. Estoy tan agotada que ni me he dado cuenta de que el coche del doctor Neal está aparcado delante de casa. Debe de haber venido mientras yo estaba en la oficina postal. Me apoyo en la barandilla y espero a que salga del cuarto de Madre. A través de la puerta abierta, puedo ver que su dormitorio permanece cerrado. Un poco más tarde, el doctor Neal cierra muy despacito la puerta tras él y sale al porche. Se detiene a mi lado y me dice: —Le he dado algo para que aguante mejor el dolor. —¿Dolor? ¿Mamá ha vuelto a vomitar esta mañana? El anciano doctor Neal me contempla con sus nublados ojos azules durante un buen rato. Parece estar sopesando si decirme algo o no. —Eugenia, tu madre tiene un cáncer de estómago. Me apoyo en la fachada de la casa. Estoy aturdida, aunque, ¿acaso no me imaginaba algo así? —No quiere contártelo, pero como se niega a que la ingresen en el hospital, es mejor que lo sepas. Los próximos meses van a ser... un poco duros. —Enarca las cejas y añade—: Duros para ella y para ti. —¿Próximos meses? ¿Eso es todo... lo que queda? Me tapo la boca con la mano y me da una arcada. —Un poco más o un poco menos, querida. Pero conociendo a tu madre... —Mira al interior de la casa—. Estoy seguro de que peleará contra la enfermedad como un demonio. Me quedo aturdida, incapaz de hablar. —Llámame cuando lo necesites, Eugenia. A la consulta o a mi casa. -396-Entro en casa y me dirijo a la habitación de Madre. Padre está en el sofá junto a la cama con la mirada perdida. Madre tiene la espalda apoyada en el cabecero de la cama y pone los ojos en blanco al verme. —¡Vaya! Supongo que ya te lo ha contado... Las lágrimas me gotean por la barbilla. Le tomo las manos. —¿Cuánto hace que lo sabes? —Un par de meses. —Oh, mamá. —Ya vale, Eugenia. Es algo inevitable. —Pero ¿qué puedo...? ¿Quedarme aquí sentada viendo cómo te...? —me interrumpo porque no puedo pronunciar la palabra. La frase entera me resulta insoportable. —Pues claro que no te vas a quedar ahí sentada. Carlton va a hacerse abogado y en cuanto a ti —añade, y me apunta con el dedo—, no pienses que voy a permitir que descuides tu apariencia cuando ya no esté aquí. En cuanto pueda levantarme de esta cama, llamaré a la peluquería y te concertaré hora hasta el año 1975. Me hundo en el sofá y Padre me rodea entre sus brazos. Apoyo la cabeza en su pecho y me echo a llorar. El árbol de Navidad que Jameso puso hace una semana se ha secado y se le caen las agujas cada vez que alguien entra en el salón. Quedan sólo seis días para Navidad y nadie se ha preocupado de regarlo. Bajo el árbol se encuentran los pocos regalos que Madre compró y envolvió en julio. Uno para Padre, evidentemente una corbata de domingo, algo pequeño y cuadrado para Carlton y una pesada caja para mí que sospecho que es una nueva Biblia. Ahora que todo el mundo sabe lo del cáncer de Madre, es como si fuera una marioneta a la que han cortado los hilos que la mantenían en pie. Hasta su cabeza se mantiene inestable sobre los hombros. Lo máximo que puede hacer es levantarse para ir al baño o sentarse unos minutos al día en el porche. Por la tarde, le llevo a Madre su correo: La Revista de la Buena Ama de Casa, boletines de la iglesia y de la Asociación de Hijas de la Revolución Americana... —¿Qué tal estás? Le aparto el pelo de la cara y cierra los ojos como si disfrutara con el sentimiento. Ahora ella es la niña y yo la madre. —Bien. Pascagoula entra en la habitación y deja una bandeja con caldo en la mesa. Cuando se marcha, Madre mueve ligeramente la cabeza mirando hacia la puerta. —¡Ay, no! —dice con cara de asco—. No puedo comer. —No tienes que comer ahora, mamá. Ya lo harás más tarde. —Constantine hacía las cosas más ricas, ¿verdad? —Sí —respondo—, la verdad es que sí. Es la primera vez que menciona a Constantine desde aquella terrible discusión que tuvimos. —Dicen que una buena sirvienta es como el verdadero amor, sólo se encuentra una en la vida. Asiento, y se me ocurre que debería anotar este comentario e incluirlo en el libro. Pero ya es demasiado tarde, el libro ya está enviado. No hay nada que yo ni nadie pueda hacer, excepto esperar a ver qué pasa. El día de Nochebuena es deprimente, lluvioso y cálido. Cada media hora, Padre sale del dormitorio de Madre, mira por la ventana y pregunta si ya ha llegado, aunque nadie le escuche. Mi hermano Carlton salió esta tarde de la facultad de Derecho de la Universidad de Luisiana rumbo a casa y a los dos nos alegra tenerlo aquí. Madre lleva todo el día vomitando y con arcadas. Apenas es capaz de abrir los ojos, pero no puede dormir. —Charlotte, deberías estar en un hospital —le dijo el doctor Neal esta tarde. He perdido la cuenta de las veces que se lo ha propuesto la última semana—. O por lo menos, déjame que traiga una enfermera para que te atienda aquí. —Charles Neal —replicó Madre sin levantar la cabeza de la almohada—, no pienso pasar mis últimos días en una habitación de hospital ni convertir mi casa en una clínica. El doctor Neal suspiró, le dio un nuevo preparado a Padre y le explicó cómo administrárselo. —Pero ¿esto la ayudará? —oí a Padre susurrarle al médico en el salón—. ¿Se pondrá mejor? —No, Carlton —contestó el doctor Neal posando una mano en el hombro de Padre. A las seis de la tarde, por fin oímos el coche de mi hermano, quien entra en casa y exclama: —Jesús! ¿Has vuelto a crecer, hermanita? Me abraza con fuerza. Tiene la ropa arrugada del viaje, pero está guapo con su jersey tricotado de la universidad. Huele a aire fresco. Resulta agradable tener a alguien más en casa. —¡Demonios! ¿Por qué hace tanto calor en esta casa? —Madre siempre tiene frío —le digo en voz baja. Lo acompaño al dormitorio. Madre se incorpora al verlo y extiende sus raquíticos brazos. —¡Carlton! Por fin has llegado. Carlton se queda inmóvil un segundo, luego se agacha y la abraza con delicadeza. Mi hermano gira la cabeza para mirarme y puedo ver reflejada la conmoción en su rostro. Me doy la vuelta y me tapo la boca para no echarme a llorar, porque si empiezo no seré capaz de parar. El gesto de Carlton dice mucho más de lo que quiero saber. Cuando Stuart se pasa a visitarnos el día de Navidad, no le detengo cuando intenta besarme, pero le digo: —Te lo permito sólo porque mi madre se está muriendo. —¡Eugenia! —me llama Madre. Estamos en Nochevieja y preparo té en la cocina. El día de Navidad ya pasó y Jameso se llevó el árbol esta mañana. El suelo del salón todavía está lleno de agujas, pero me las he arreglado para quitar la decoración navideña y guardarla en el armario. Ha sido una tarea agotadora y frustrante, envolver todos los adornos tal como le gusta a Madre para que estén listos para el año que viene. Intento no pensar en la futilidad de este acto. No he tenido noticias de Miss Stein y no sé si el paquete llegó a tiempo. Anoche me derrumbé y llamé a Aibileen para decirle que todavía no sabía nada, sólo por sentir el alivio de contárselo a alguien. —Pos a mí se me siguen ocurriendo cosas pa pone en el libro —me confiesa Aibileen—. Me olvido de que ya lo hemos enviao. —A mí también me pasa. Te llamaré en cuanto sepa algo. Me dirijo al cuarto de Madre y la encuentro sostenida por almohadas. Hemos descubierto que con la espalda recta vomita menos. La palangana blanca sigue a su lado. —¡Hola, mamá! —la saludo—. ¿Quieres que te traiga algo? —Eugenia, no puedes llevar esos pantalones deportivos a la fiesta de Año Nuevo de los Holbrook. Cuando parpadea, sus ojos permanecen cerrados más de lo normal. Está agotada, parece un esqueleto metido en ese camisón blanco con absurdos lazos y tiras de adorno. Su cuello asoma por el escote como el de un cisne de cuarenta kilos. Ya no puede comer más que con pajita. Ha perdido por completo el sentido del olfato, pero todavía puede reconocer desde la otra punta de la habitación si no voy bien vestida. —Han cancelado la fiesta, mamá. Quizá se refiera a la fiesta de Hilly del año pasado. Según me contó Stuart, se han suspendido todas las celebraciones de Año Nuevo por la muerte de Kennedy. De todos modos, no me habían invitado. Esta noche se pasará Stuart y veremos el programa especial de Dick Clark en la tele. Madre posa su mano delgada y angulosa en la mía. Parece tan frágil, con los nudillos asomando por debajo de la piel... Ahora mismo, usaría la talla de vestido que llevaba yo a los once años. —Creo que deberíamos poner ahora mismo esos pantalones en la lista —me dice con mucha calma. —Pero son muy cómodos y me dan calor. Mueve la cabeza y cierra los ojos. —Lo siento, Skeeter. No hay discusión. Ya no. —Está bien —acepto con un suspiro. Madre saca el cuaderno del bolso secreto que se ha hecho coser debajo de todas sus sábanas para guardar pastillas antivómitos, pañuelos y sus pequeñas listas de dictadora. A pesar de lo débil que está, me sorprende la firmeza de su puño al escribir, en la lista de «Cosas que no se pueden vestir», los pantalones deportivos grises de corte masculino. Cuando termina, sonríe satisfecha. Puede sonar macabro, pero cuando Madre se dio cuenta de que tras su muerte nadie iba a decirme lo que tengo que ponerme, se le ocurrió este ingenioso sistema post mortem. Supone que yo sola nunca me compraré ropa nueva y apropiada. Puede que tenga razón. —¿No has vomitado hoy? —pregunto. Son las cuatro de la tarde y se ha tomado dos tazas de caldo sin ponerse mala. Normalmente, habría vomitado ya tres veces. —Ni una vez —dice, pero de repente cierra los ojos y en cuestión de segundos se queda dormida. El día de Año Nuevo bajo de mi habitación para preparar las judías de la buena suerte. Pascagoula las dejó anoche en remojo y me explicó cómo ponerlas al fuego con el codillo de cerdo. Es una receta bastante sencilla, aunque mi familia parece un poco nerviosa ante la idea de verme trajinar en la cocina. Recuerdo que Constantine siempre se pasaba por casa la mañana del primero de enero para prepararnos las judías de la buena suerte, aunque era su día de vacaciones. Hacía una cazuela entera y luego servía una sola judía en un plato para cada miembro de la familia y esperaba para cerciorarse de que nos la comíamos. Podía llegar a ser muy supersticiosa. Luego, fregaba los platos y se iba a casa. Pascagoula, en cambio, no se ofrece a venir en su día de descanso y, como supongo que estará con su familia, no me atrevo a pedírselo. Estamos todos un poco tristes porque Carlton ha tenido que marcharse esta mañana temprano. Ha sido agradable tenerlo por aquí y hablar con él. Sus últimas palabras, antes de abrazarme y salir para la universidad, fueron: —¡No quemes la casa con las judías! Mañana llamaré a ver qué tal está Madre. Después de apagar el fuego de la cocina, salgo al porche. Padre está apoyado en la barandilla, jugueteando con unas semillas de algodón entre los dedos. Contempla los campos, vacíos porque todavía les queda un mes para la siembra. —Padre, ¿vienes a desayunar? —le pregunto—. Las judías están listas. Se vuelve y veo su sonrisa triste y carente de sentido. —Ese medicamento que le han dado... —Contempla las semillas en su mano—. Creo que está funcionando. Dice que se encuentra mejor. Niego con un gesto de desconfianza. Él tampoco parece creer mucho en sus palabras. —En los últimos dos días sólo ha vomitado una vez. —Papá, no te... Sólo es un... Todavía lo tiene, papá. Los ojos de Padre están vacíos y me pregunto si me habrá oído. —Hija, sé que ahora mismo podrías estar haciendo tu vida en algún lugar mejor que éste —comienza, y las lágrimas asoman a sus ojos—, pero no pasa un solo día sin que dé gracias a Dios por tenerte aquí junto a ella. Me siento culpable porque piensa que estoy con ellos por voluntad propia. Le abrazo y le digo: —Yo también estoy contenta de estar aquí, papá. Cuando el club vuelve a abrir la primera semana de enero, me pongo la falda, agarro la raqueta y voy a jugar un poco. Al pasar junto a la cafetería ignoro a Patsy Joiner, mi antigua compañera de tenis que me dejó tirada, y a otras tres mujeres que fuman en las mesas negras. Cuando paso a su lado se inclinan y cuchichean. Esta noche pienso faltar a la reunión de la Liga de Damas, y no iré más. Hace tres días me rendí y mandé una carta solicitando que me dieran de baja. Golpeo la pelota contra la pared del frontón intentando no pensar en nada. Últimamente, he empezado a rezar, yo, que nunca he sido muy practicante. A veces, me sorprendo murmurando largas rogativas a Dios, suplicándole que Madre mejore un poco, que reciba buenas noticias del libro, a veces incluso pidiéndole que me dé una pista sobre lo que debería hacer con Stuart. En ocasiones, me doy cuenta de que estoy rezando sin ser consciente de ello. Cuando regreso a casa, el doctor Neal aparca el coche justo detrás del mío. Lo acompaño al cuarto de Madre, donde Padre está esperando, y cierran la puerta tras ellos. Dejo pasar el tiempo en el salón, nerviosa como una niña. Puedo comprender que Padre se aferré a este hilo de esperanza. Madre lleva cuatro días sin vomitar ni echar bilis. Todos los días come un plato de copos de avena, y a veces incluso pide que le pongamos más. Cuando el doctor Neal sale, Padre se queda en la silla junto a la cama y yo acompaño al médico a la salida. —Doctor, ¿le ha contado que se siente mejor? Asiente, pero luego dice: —No merece la pena llevarla a hacerse radiografías. Se cansaría mucho. —Pero ¿está...? ¿Podría estar mejorando? —Eugenia, ya he visto esto antes. A veces, se tiene un repentino resurgir de fuerzas. Supongo que es un regalo de Dios, que les concede un poco más de tiempo para que puedan resolver sus asuntos pendientes. Pero eso es todo, cariño. No esperes mucho más. —Pero ¿ha visto el color que tiene? Parece que está mucho mejor y come... Me interrumpe negando con la cabeza: —Procura que descanse. El primer viernes de 1964 ya no puedo esperar más. Llevo el teléfono a la despensa y me apoyo en el saco de judías más cercano. Madre está dormida después de haberse tomado su segundo tazón de copos de avena del día. Tiene la puerta abierta, así que podré oírla si me llama. —Despacho de Elaine Stein, ¿dígame? —Hola, soy Eugenia Phelan, llamo desde otro Estado. ¿Puedo hablar con Miss Stein? —Lo siento, Miss Phelan, pero Miss Stein no responde a ninguna llamada relativa a la selección de manuscritos. —¡Vaya! ¿Puede al menos decirme si lo recibió? Se lo envié justo antes de la fecha límite de entrega y... —Un momento, por favor. El teléfono permanece en silencio durante más o menos un minuto y luego la secretaria regresa al aparato. —Puedo confirmarle que su paquete llegó en algún momento durante las vacaciones. Cuando Miss Stein haya tomado una decisión se lo comunicaremos. Gracias por llamar. Escucho el sonido del teléfono al colgarse y el pitido de la línea vacía. Unas noches más tarde, tras pasar una apasionante tarde contestando a las cartas de Miss Myrna, Stuart y yo nos sentamos en el salón. Me alegro de verlo y poder romper por un rato el mortífero silencio de la casa. Nos quedamos tranquilos viendo la televisión. Aparece un anuncio de cigarrillos Tareyton, ese en el que la chica que fuma tiene un ojo morado y dice: «Los fumadores de Tareyton preferimos pelear antes que cambiar de marca de tabaco». Stuart y yo nos vemos ahora una vez por semana. Después de Navidad, fuimos en una ocasión al cine y otra a cenar al centro, pero normalmente él se pasa por casa porque no me gusta dejar a Madre. Se comporta conmigo de modo inseguro, actúa con timidez y reservas. Hay una paciencia en sus ojos que aplaca el pánico que sentía antes cuando estaba con él. No solemos hablar de cosas serias. Me cuenta historias de aquel verano que pasó cuando era estudiante trabajando en las plataformas petrolíferas del Golfo de México. Se duchaban con agua salada. El océano era de un cristalino color azul claro y se veía el fondo. Los demás empleados realizaban aquel brutal trabajo para alimentar a sus familias, pero Stuart, un niño rico de buena familia, regresó a la facultad en septiembre. Fue la primera vez en su vida que trabajó duro de verdad. —Me alegro de haberlo hecho en su momento. Ahora no podría aceptar un empleo así —comenta como si hubieran pasado siglos desde entonces, en lugar de cinco años. Parece más mayor de lo que yo recordaba. —¿Por qué no podrías hacerlo ahora? —le pregunto, porque estoy empezando a pensar en mi futuro y me gusta escuchar las posibilidades de los demás. —Porque no podría abandonarte —dice, frunciendo el ceño. Me guardo estas palabras, temerosa de reconocer lo bien que sienta oírlas. Se terminan los anuncios y vemos las noticias. Vuelve a haber escaramuzas en Vietnam. El reportero piensa que se resolverán sin muchas pérdidas. —Mira —dice Stuart tras un largo silencio—, no quería sacar este tema, pero... Sé lo que anda diciendo la gente en la ciudad sobre ti, y no me importa. Sólo quería que lo supieras. Lo primero que se me ocurre es el libro. ¿Habrá oído algo? Me pongo tensa. —¿Qué te han dicho? —Ya sabes, lo que hiciste con Hilly. Me relajo un poco, pero no del todo. No he hablado con nadie de esto, sólo con la propia Hilly. Me pregunto si habrá cumplido sus amenazas de llamar a Stuart y contárselo. —He visto cómo se lo ha tomado la gente. Dicen que eres una especie de loca revolucionaria y piensan que andas metida en líos. Me miro las manos, todavía preocupada por lo que le hayan podido contar, y también un poco irritada. —¿Cómo sabes que no estoy metida en líos? —Porque te conozco, Skeeter —dice con dulzura—. Eres demasiado inteligente para meterte en cosas de ésas. Y así se lo dije a ellos también. Intento sonreír. Pese a lo equivocado que está sobre mí, no puedo evitar emocionarme ante el hecho de que, por lo menos, alguien se preocupe por mí y me defienda. —No hace falta que volvamos a hablar de esto —concluye—. Sólo quería que lo supieses, nada más. El sábado por la tarde le doy las buenas noches a Madre. Llevo un abrigo largo para que no pueda ver el vestido que me he puesto. No enciendo las luces para que no haga comentarios sobre mi peinado. Hay pocos cambios en su estado de salud. No parece estar empeorando. Los vómitos siguen bajo control, pero su piel se ha tornado de un tono gris pálido y se le está empezando a caer el pelo. Le sujeto las manos y le acaricio la mejilla. —Papá, si me necesitas, llama al restaurante, ¿vale? —De acuerdo, Skeeter. Pásatelo bien. Me subo en el coche de Stuart y me lleva a cenar al Robert E. Lee. El comedor bulle con vestidos de fiesta, rosas rojas, el tintineo de las cuberterías de plata... Se respira entusiasmo en el ambiente; parece que las cosas han vuelto a la normalidad tras el asesinato del presidente Kennedy. Estamos en 1964, un año nuevo y radiante. Muchas miradas se dirigen a nuestra mesa. —Pareces... distinta —dice Stuart. Puedo notar que llevaba toda la noche esperando hacer este comentario y que parece más confuso que impresionado—. Ese vestido es... muy corto. Digo que sí y me recojo el pelo detrás de la oreja como él solía hacerme. Esta mañana le dije a Madre que iba a salir de compras, pero la encontré tan cansada que, rápidamente, cambié de opinión. —Igual mejor me quedo contigo. Pero ya había pronunciado las palabras mágicas. Madre me pidió que le acercara su chequera y, cuando se la di, arrancó un cheque en blanco y me entregó una cuenta de cien dólares que tenía guardada en su cartera. Sólo el hecho de escuchar la palabra «compras» le había hecho sentirse mejor. —No te quedes corta. Y nada de pantalones deportivos. Asegúrate de que Miss LaVole te ayuda a elegir —dijo, reposando la cabeza en las almohadas—. Ella sabe muy bien cómo tienen que vestir las jovencitas como tú. Sin embargo, la idea de Miss LaVole, con su olor a café y naftalina, posando sus arrugadas manos en mi cuerpo, me resultaba desagradable. Atravesé el centro de la ciudad sin detenerme y tomé la autopista 51 hacia Nueva Orleans. Conduje sintiéndome culpable por dejar tanto tiempo a Madre, aun a sabiendas de que el doctor Neal iba a pasarse por la tarde y que Padre estaría todo el día en casa con ella. Tres horas más tarde, entré en los almacenes Maison Blanche de Canal Street. Ya había estado un montón de veces en este lugar con Madre y también en un par de ocasiones con Elizabeth y Hilly, pero los suelos de mármol blanco y las largas filas de sombreros y guantes y las damas empolvadas y con un aspecto tan feliz y saludable, me volvieron a sorprender como la primera vez. Antes de que pudiera buscar ayuda, un empleado delgaducho me abordó y me dijo: —Acompáñeme, querida, encontrará lo que anda buscando en la planta de arriba. Me condujo en el ascensor al tercer piso, a una sección llamada: «Ropa de Mujer Moderna». —¿Qué es todo esto? —pregunté. Había decenas de mujeres, rock and roll sonando por megafonía, vasos de champán y luces parpadeantes. —Emilio Pucci, querida. ¡Por fin ha llegado a la ciudad! —El hombre se apartó un momento de mí y luego me preguntó—: Ha venido a la fiesta de inauguración, ¿verdad? ¿Tiene una invitación? —Sí, la he metido en algún lado —contesté, pero el empleado perdió el interés mientras yo hacía como que rebuscaba en mi bolso. A mi alrededor, a la ropa parecía que le habían salido raíces y flores en sus perchas. Pensé en Miss LaVole y me eché a reír. Aquí no había nada parecido a sus tristes vestidos de puritana. ¡Flores! ¡Tiras de colores brillantes! ¡Cortes que enseñan varios centímetros de muslo! Todo es eléctrico, divino, vertiginoso. Este Emilio Pucci debe de meter los dedos en un enchufe cada mañana. Con mi cheque en blanco me compré ropa suficiente para llenar el asiento trasero del Cadillac. Luego, en Magazine Street, me gasté cuarenta y cinco dólares en decolorar, recortar y alisarme el pelo. Me había crecido mucho en invierno y lo tenía del color del agua sucia. A las cuatro de la tarde, cruzaba el puente sobre el lago Pontchartrain de regreso a casa. En la radio sonaba una banda llamada The Rolling Stones y el viento soplaba en mi pelo brillante y liso, y pensé: «Esta noche voy a quitarme la armadura y dejar que las cosas sean como antes con Stuart». Stuart y yo nos comemos nuestro filete Chateaubriand entre las risas de una animada charla. De vez en cuando, él mira a las otras mesas y comenta que conoce a sus ocupantes, pero nadie se acerca a saludarnos. —Un brindis por los nuevos comienzos —propone Stuart levantando su copa de bourbon. Lo acepto, aunque desearía decirle que todos los comienzos son nuevos. Sin embargo, me conformo con sonreír y brindar con mi segunda copa de vino. Nunca me ha gustado el alcohol, hasta esta noche. Tras la cena, salimos al recibidor y vemos al senador Whitworth y a su señora en una mesa tomándose unas bebidas. La gente a su alrededor bebe y conversa. Han venido a pasar el fin de semana, me contó un poco antes Stuart, por primera vez desde que se instalaron en Washington. —Stuart, ahí están tus padres. ¿No deberíamos acercarnos a saludar? Pero Stuart me arrastra en dirección a la puerta, casi empujándome hacia fuera. —No quiero que mi madre te vea con ese vestido tan corto. A ver, te queda genial, pero... —baja la vista a mi muslo—, puede que no sea el más acertado para esta noche. Durante el regreso a casa pienso en aquel día en que Elizabeth, con los rulos puestos, se asustó porque sus compañeras de partida de bridge pudieran verme. ¿Por qué a todo el mundo, de repente, le da vergüenza que le vean conmigo? Cuando llegamos a Longleaf son ya las once. Me aliso el vestido, pensando que quizá Stuart tiene razón, es demasiado corto. Las luces del dormitorio de mis padres están apagadas, así que nos sentamos en el sofá. Bostezo y me froto los ojos. Cuando los abro, descubro con estupor que Stuart tiene un anillo entre las manos. —¡Ay, Jesús! —Pensaba dártelo en el restaurante, pero..., aquí mejor —sonríe nervioso. Toco el anillo. Está frío y es precioso. A ambos lados del diamante hay engarzados tres rubíes. Miro a Stuart, sintiendo de repente mucho calor. Me quito el jersey de los hombros. Sonrío, pero al mismo tiempo estoy a punto de echarme a llorar. —Tengo que contarte algo, Stuart —digo de pronto—. ¿Me prometes que no se lo dirás a nadie? Me contempla y se ríe. —Espera un poco, todavía no me has dicho el «Sí, quiero». —Ya lo sé, pero... —Necesito saber una cosa antes—. ¿Puedes darme tu palabra de que no se lo vas a contar a nadie? Suspira y parece disgustado porque estoy echando a perder este momento tan importante. —Pues claro, te lo prometo. Estoy aturdida por su propuesta, pero intento explicarme lo mejor que puedo. Mirándole a los ojos, le expongo los detalles menos comprometedores que puedo revelar sobre el libro y sobre lo que he estado haciendo durante el último año. No menciono ni un solo nombre y me callo las consecuencias que esto puede tener, sabiendo que no son buenas. Aunque este hombre acaba de pedir mi mano, no lo conozco lo suficiente como para confiar plenamente en él. —¿Eso era sobre lo que has estado escribiendo los últimos doce meses? Pero... ¿No estabas haciendo un estudio sobre Jesucristo? —No, Stuart... No era sobre Jesucristo. Cuando le cuento que Hilly encontró el libro con las leyes Jim Crow en mi mochila, se queda boquiabierto y me doy cuenta de que acabo de confirmar algo que Hilly ya le había dicho sobre mí, algo que el iluso de él todavía creía que no era cierto. —Entonces... Todas esas habladurías en la ciudad... Les dije que se equivocaban contigo..., pero resulta que tenían razón. Le relato con orgullo que las sirvientas, después de aquella reunión para rezar, desfilaron una por una delante de mí aceptando mi propuesta. Él baja la mirada a su copa de bourbon. Luego le cuento que ya he enviado el manuscrito a Nueva York y que, si aceptan publicarlo, saldrá en ocho meses o un año, supongo. Más o menos, el tiempo en el que un noviazgo se transforma en boda. —El libro se publicará como anónimo —digo—, pero con Hilly de por medio, es más que probable que la gente piense que yo soy la autora. Ya no reacciona a mis palabras, ni me recoge el pelo detrás de la oreja. El anillo de su abuela reposa sobre el sofá de terciopelo de Madre como una ridícula metáfora. Los dos permanecemos en silencio. No se atreve a mirarme, tiene los ojos fijos a un par de centímetros de mi cara. Tras un largo rato, dice: —Yo... No puedo entender por qué haces algo así. ¿Por qué te... preocupa tanto esa gente, Skeeter? Se me eriza el pelo y miro el anillo, pulido y brillante. —Me he expresado mal —rectifica—. Lo que quiero decir es que las cosas están bien como están. ¿Por qué quieres crear problemas? Noto en su tono de voz que es sincero y que de verdad desea que le ofrezca una respuesta. Pero ¿cómo explicárselo? Stuart es buena persona. Sé que lo que he hecho es justo, pero también puedo entender su confusión y sus dudas. —No estoy creando problemas, Stuart. Los problemas ya existen. Resulta evidente que no es la respuesta que esperaba. —No te conozco. Bajo la mirada, y recuerdo que hace sólo unos momentos yo he pensado lo mismo. —Bueno, supongo que tenemos el resto de nuestras vidas para solucionarlo —digo, y trato de sonreír. —No creo que pueda casarme con alguien a quien no conozco. Me quedo sin aliento. Abro la boca, pero soy incapaz de decir nada durante unos segundos. —Tenía que contártelo —digo al fin, más por mí que por él—. Tenías que saberlo. Me mira durante un buen rato y dice: —Te prometo que no se lo contaré a nadie. Le creo. Stuart puede ser muchas cosas, pero no un mentiroso. Se levanta y me lanza una última mirada perdida. Luego, recoge el anillo y se marcha. Esa noche, después de irse Stuart, deambulo de habitación en habitación, con la garganta seca y el cuerpo helado. Cuando Stuart me dejó la primera vez, ansiaba un poco de frío. Frío es lo que tengo ahora. A medianoche, Madre me llama desde su dormitorio: —¿Eugenia? ¿Eres tú? Recorro el salón y llego hasta su cuarto. La puerta está entreabierta y puedo ver a Madre recostada, vestida con su almidonado camisón blanco y con el pelo cayéndole sobre los hombros. Me sorprende lo hermosa que parece. La bombilla del porche trasero está encendida y proyecta un halo de luz blanca alrededor de su cuerpo. Sonríe mostrando su nueva dentadura, la que le colocó el doctor Simón cuando sus dientes se empezaron a erosionar por los jugos gástricos de los vómitos. Ahora su sonrisa es más perfecta y blanca que en las fotos de carnavales de su adolescencia. —Mamá, ¿quieres que te traiga algo? ¿Estás bien? —Ven aquí, Eugenia. Tengo que decirte algo. Me acerco a ella procurando no hacer mucho ruido. Padre es como un bulto dormido a su espalda. Pienso que debería contarle una versión más agradable de lo que ha sucedido esta noche. No le queda mucho, así que debería hacerla feliz en sus últimos días y fingir que vamos a casarnos. —Yo también tengo algo que contarte —digo. —¿Ah, sí? Tú primero. —Stuart me ha pedido que me case con él —comento, forzando una sonrisa de felicidad. De repente, me sobresalto, pues pienso que me pedirá que le enseñe el anillo. —Ya lo sabía —contesta. —¿De verdad? —Pues sí. Hace un par de semanas, Stuart vino y nos pidió tu mano a tu padre y a mí. ¿Hace dos semanas? Casi me echo a reír. No podía ser de otro modo, Madre tenía que ser la primera en enterarse de algo tan importante. Me alegro de que haya tenido tanto tiempo para disfrutar de la buena nueva. —Yo también tengo algo que contarte —dice. El brillo que hay a su alrededor resulta sobrenatural, fosforescente. Viene de la luz del porche, pero me pregunto por qué no me había fijado antes en él. Aferra mi mano en el aire con el apretón firme de una madre que abraza a su hija recién prometida en matrimonio. Padre se estira y se incorpora un poco. —¿Qué pasa? —pregunta adormilado—. ¿Estás bien? —Sí, Carlton. Estoy bien, ya te lo dije antes. Padre niega con la cabeza, cierra los ojos y se duerme antes incluso de volver a tumbarse. —¿Qué tienes que contarme, mamá? —He estado hablando con tu padre y he tomado una decisión. —Ay, Dios —suspiro. Me la imagino contándoselo a Stuart cuando vino a pedir mi mano—. ¿Tiene algo que ver con mi cuenta bancaria? —No, no es eso —dice. Entonces pienso que debe de tratarse de algo relacionado con la boda. Siento una sacudida de tristeza al pensar que Madre no estará aquí para organizar un día tan especial. No sólo porque estará muerta, sino porque tal boda no va a tener lugar. Al mismo tiempo, siento también un horrible y vergonzante alivio por no tener que pasar por algo así con ella. —Sé que eres consciente de que mi estado se ha estabilizado un poco estas últimas semanas —dice—. También sabrás lo que opina el doctor Neal, que es una especie de resurgir de fuerzas final, algo relacionado con... Tose y su cuerpecillo se curva como una concha. Le ofrezco un pañuelo y frunce el ceño mientras se limpia la boca. —Pero, como te decía, ya he tomado una decisión. Asiento y escucho con la misma somnolencia de mi padre hace unos instantes. —He decidido que no me voy a morir. —¿Qué?... Mamá... Ay, Dios, por favor... —Es demasiado tarde —dice, soltando mi mano—. Ya he tomado una decisión y no hay vuelta de hoja. Se frota las palmas de las manos en un gesto de tirar el cáncer a la basura. Con la espalda recostada sobre el cabecero de la cama, su remilgado camisón y el halo de luz brillando a su alrededor, no puedo evitar entornar los ojos. ¡Tonta de mí! Está claro que Madre va a ser tan cabezota con su muerte como lo ha sido con cada aspecto de su vida. Es viernes, 18 de enero de 1964. Llevo un vestido negro acampanado. Me he mordido las uñas de las dos manos. Recordaré siempre hasta el más mínimo detalle de este día, igual que la gente dice que nunca se olvidará del bocadillo que se estaba comiendo o de la canción que sonaba en la radio cuando se enteró de que Kennedy había sido asesinado. Entro en ese lugar que ya me resulta tan familiar: la cocina de la casa de Aibileen. Ya es de noche en la calle y la bombilla amarillenta parece brillar más de lo habitual. Miro a Minny, que tiene los ojos fijos en mí. Aibileen se encuentra en medio de las dos, como separando algo. —Harper & Row —anuncio— quiere publicarlo. Permanecemos en silencio. Hasta las moscas dejan de zumbar. —¡Está de broma! —dice Minny. —He hablado con ella esta tarde. Aibileen suelta un grito de alegría como nunca antes le había oído. —¡Ay, Dios! ¡No me lo pueo creé! —exclama. Aibileen y yo nos abrazamos, luego Aibileen estrecha a Minny en sus brazos. Por fin, Minny mira en mi dirección. —Sentaos toas —dice Aibileen—. Cuéntenos, ¿qué le ha dicho? ¿Qué tenemos que hace ahora? ¡Ay, Señó! ¡Y yo sin café preparao! Nos sentamos y las dos me observan inclinadas sobre la mesa. Aibileen tiene los ojos muy abiertos. He pasado cuatro horas en casa esperando antes de venir a comunicarles la noticia. Miss Stein me dejó muy claro que iba a ser una tirada reducida, que mantuviéramos nuestras expectativas entre bajas y escasas. Me siento obligada a contárselo a Aibileen para que luego no se lleve una decepción. Casi no he tenido tiempo de reflexionar sobre lo que siento. —Mirad, me dijo que no nos emocionáramos mucho. Que sería una edición muy, muy pequeña. Espero que Aibileen ponga mala cara, pero, en lugar de eso, le entra una risa floja que intenta controlar tapándose la boca con la mano. —Probablemente, no serán más que unos pocos miles de ejemplares. —Aibileen aprieta la mano más fuerte contra sus labios—. Miss Stein lo definió como una tirada pírrica. El rostro de Aibileen está cada vez más oscuro. De nuevo, experimenta otro ataque de risa floja. Está claro que no se entera de lo que le estoy contando. —También me dijo que el adelanto que nos iban a pagar es el más bajo que ha visto nunca... Intento mantenerme seria, pero no puedo porque Aibileen está a punto de estallar. Se le escapan las lágrimas de los ojos. —¿Cómo de... bajo? —pregunta sin apartar la mano de la boca. —Ochocientos dólares. A dividir entre trece. Aibileen estalla en una carcajada y no puedo evitar reírme yo también, aunque no tiene sentido. ¿Por unos pocos miles de ejemplares y 61,50 dólares por persona? Las lágrimas surcan el rostro de Aibileen, que por último descansa la cabeza sobre la mesa. —No sé por qué me río. Es que de repente me parece to tan divertío. Minny entorna los ojos y rezonga: —Siempre he dicho que vosotras dos estabais zumbas... ¡De remate! Me esfuerzo por explicarles los detalles. Cuando hablé con Miss Stein, tampoco me expresé mucho mejor. Su voz sonaba tan indiferente, casi desinteresada... ¿Y qué hice yo? ¿Intentar parecer profesional y hacerle las preguntas pertinentes sobre el contrato? ¿Darle las gracias por publicar un tema tan arriesgado? No. En vez de echarme a reír como Aibileen, me puse a lloriquear al teléfono como un niño al que le acaban de poner la vacuna de la polio. —Tranquilícese, Miss Phelan —me dijo la mujer—. Esto no va a convertirse en un best seller. Pero no dejé de llorar mientras me contaba los detalles. —Sólo podemos ofrecerle cuatrocientos dólares como adelanto y otros cuatrocientos cuando esté terminado el libro. ¿Me está... oyendo? —Sí, sí, señora. —Además, tendrá que revisar el texto un poco. El capítulo de Sarah es el mejor —añadió. Se lo cuento a Aibileen, que sigue con sus ataques de risa y resoplidos. Se suena la nariz, se seca los ojos y sonríe. Por fin nos calmamos un poco y nos tomamos el café que ha tenido que preparar Minny. —También le ha gustado el capítulo de Gertrude —le digo a Minny. Saco de mi bolso el papel en el que anoté las palabras de Miss Stein para que no se me olvidaran y leo—: «Gertrude es la pesadilla de toda mujer blanca del Sur. Es adorable». Durante un segundo, Minny me mira a los ojos. Su rostro se relaja y muestra una sonrisa infantil. —¿De verdá ha dicho eso de mí? —Parece que te conozca aunque vive a más de ochosientos kilómetros d'aquí — comenta Aibileen entre risas. —Me dijo que tardará unos seis meses en salir al mercado. Más o menos, para agosto. Aibileen sigue sonriendo sin inmutarse por lo que digo. Sinceramente, se lo agradezco. Sabía que le iba a hacer ilusión, pero temía que estuviera un poco defraudada, como yo. Al verla, me doy cuenta de que no estoy decepcionada. Al contrario, soy muy feliz. Seguimos charlando y tomando café y té durante unos minutos, hasta que me doy cuenta de la hora que es. —Le dije a mi padre que volvería en una hora. Padre está en casa cuidando de Madre. Corrí el riesgo de dejarle el teléfono de casa de Aibileen por si acaso, diciéndole que iba a visitar a una amiga llamada Sarah. Las dos me acompañan hasta la puerta, algo nuevo en Minny. Le digo a Aibileen que la llamaré en cuanto reciba el cheque de Miss Stein. —Así que, dentro de seis meses vamos a sabe por fin cómo va a termina toa esta historia —comenta Minny—. En algo bueno, en algo malo o en na de na. —Seguro que no pasa nada —digo, pensando que se refiere a si el libro se venderá. —En algo bueno, seguro —exclama Aibileen. Minny cruza los brazos sobre el pecho y dice: —Entonces, sólo me dejáis aposta por lo malo. Me doy cuenta de que no está pensando en las ventas. Se refiere a lo que nos pasará cuando las mujeres de Jackson lean lo que hemos escrito sobre ellas.-414

CRIADAS Y SEÑORASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora