CAPÍTULO 10

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Capítulo 10

Anya

Junio de 2031

Papá vino a hablar conmigo una tarde lluviosa de junio. Decía que estaban preocupados por mí. «Creo que estoy incubando algo» le dije, acostada en la cama. Él colocó sus labios en mi frente. «Puede que tengas unas décimas de fiebre». En efecto tenía algo de fiebre, lo que me daba una coartada perfecta para huir de las comidas (de ti) sin levantar sospechas. Papá comprobó que no tuviese ronchones rojizos en la piel y me preguntó si tosía, le dije que no. Pareció aliviado; no era Fiebre Roja, era el la Fiebre Martynov.

Tras mi evidente declaración de amor con el piano, decidí que no quería seguir haciendo el ridículo.

Mi plan antes de dormir era quedarme en la cama hasta el amanecer: «Nada de salir al balcón esta noche, Anya. Deja de martirizarte, por el amor de dios». Pero abrí los ojos a la hora a la que mi cuerpo se había habituado desde que llegaste y no pude quedarme tumbada. Un día Zendaya me descubriría y entonces debería explicarle que estaba pirada y solía espiar al teniente Martynov por las noches.

Te vi, como siempre, relajado contra la fachada fumando. Cuando te marchaste se me pasó una idea penosa por la cabeza: quedarme para descubrir cuándo volvías. Y eso hice. Pero no conté con que me entraría sueño y me dormiría con la cara pegada a los barrotes. Me desperté sobresaltada con un dolor terrible en la mejilla y comprobé que aún era de noche. No sabía si habías vuelto, rezaba por que no fuese así; el balcón se veía desde la verja de la entrada. Si me habías visto me moriría de la vergüenza, dejaría una nota de despedida y me mudaría de allí.

Respiré con alivio al ver la puerta de tu habitación abierta; siempre la cerrabas para dormir, de modo que no estabas.


                                                                                    ***


Aquella semana pasó sin grandes altibajos. Tú no estabas casi nunca en casa y yo me busqué cientos de actividades con los que mantenerme ocupada tras el instituto.

El viernes de esa semana, salí de la habitación medio sudorosa con una sed infernal después de una sesión de zumba con Zendaya. Así que fui de cabeza hacia la cocina y entré como una bala hacia la nevera cuando, con la mirada periférica, reparé en que había alguien allí. No pegué un grito de milagro, se me quedó atragantado y expulsé una tos muy rara.

Estabas allí frente a la encimera preparándote algo. Me puse pálida y empezaron a hormiguearme todas las extremidades del cuerpo. Metí la cabeza en la nevera, simulando estar muy entretenida buscando algo mientras esperaba que te marchases pronto. Toqué todos los alimentos que había en las estanterías sin mirar ninguno y apreté un tomate entre las manos al escuchar tus pies descalzos venir hacia allí. Querías algo de la nevera, joder. Aparté el pobre tomate, cogí la jarra de agua y, al girarme, miré hacia el suelo, pero ya estabas justo a mi lado.

—Hola —dije como una tonta, acorralada entre la puerta de la nevera y tú.

No me ibas a contestar, ¿por qué te había dicho hola? Pensarías que era estúpida. Además llevaba un moño mal hecho sobre la cabeza, estaba sudada y llevaba ropa diminuta.

Me quedé paralizada cuando me tocaste con los dedos en el brazo; seguramente me hubieses rozado sin querer, pero lo repetiste. Me cogiste de la parte superior de la muñeca y me diste toquecitos. No fui capaz de respirar o moverme. Tu tacto me provocó mareas irregulares de sangre contra la piel y volvió loco cada uno de mis órganos. Y aún en mitad de ese estallido, descifré tu mensaje: estabas hablándome en código morse. Decías: hola. Levanté la mirada con miedo hacia ti y nuestros ojos se cruzaron unos segundos antes de que tú te apartases y cogieses la taza de algún líquido que te habías preparado y te marchases por la puerta.

Dulce AnyaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora