"La vida y la muerte son dos estados de la materia,
dos puertas, la ilusión logra evadir sus mentes, pero es obvia.
Porque lo que nació hoy estaba muerto ayer,
y el que muere mañana está vivo hoy"
De Las memorias de Adryo.
El sol posaba delicadamente los primeros rayos del día sobre el claro donde Nero vivía su exilio. Dibujaba con tenues pinceladas azules el paisaje rural, viejos pinos cubiertos en musgo proyectaban las primeras sombras del alba sobre el rocío y la yerba, un pequeño arroyo despertaba, y cobraban vida sus peces con la débil luz añil. Las aves trinaban a lo lejos sus primeros cantos mientras el hechizo del sol disipaba la niebla blanca. El aire olía a piedra fría, a húmedo, y a recuerdo. La casa poco a poco se adivinaba a medida que la claridad le daba forma: era pequeña y vieja, de techo abuhardillado, una de esas casas que, de lejos daba la impresión de haber sido abandonada hace tiempo. Custodiada por pinos, lejos de todo y todos, ideal para perderse y no ser encontrado. Quince kilómetros la separaban de la ciudad más cercana: Zamora, una localidad pequeña como la que más al norte de España.
Sedientos los tragaluces bebían ahora el dorado fulgor, esa luz no era la misma de hace un momento, era caliente e intensa. Iluminada la estancia donde este reposaba, Nero despertó, el otro por fin dormía, había acabado otra noche de pesadilla. «Libre» —pensó. Dos sonidos metálicos perturbaron la calma, agudos, como el que haría una aldaba chica, era la campanita ahogada que anunciaba la partida. Los siguieron dos mucho más graves y pesados, mecánicos, un presagio del regreso de su propia cordura; su voluntad era de nuevo suya, bueno suya y de Elías. «¡El desayuno!» —se recordó. Se puso en pie lo mejor que le permitió la carga que arrastraba hace década y media.
Rondaba los 42 años, al menos en apariencia, y parecía soportar el peso de dos guerras encima, particularmente por las mañanas, daba la impresión de que había pasado la noche en vela, masticando alguna idea que no le dejaba conciliar el sueño. Se acercó al espejo del baño y examinó su cara, como si quería reconocerse, como identificando a un viejo amigo que daba por muerto, acaso esperando despertar un día y no ser él. Una barba de unos tres días enmarcaba su rostro severo y anguloso, y su expresión era de cansancio y hartazgo. Su tez curtida de tiempo, reseca de aire y triste de tristeza, albergaba dolores que prefería no recordar, de heridas que soñaba dejar en la cajita de zapatos que escondía sus secretos, y que guardaba debajo de la cama. Su cabello negro estaba espolvoreado por las cenizas blancas de las canas del pasado, y la almohada —su estilista personal—, le había dado el estilo que había de llevar durante el resto del día. Seguía lavando sus dientes, aunque ya su saliva había blanqueado la crema dental.
«Debo despertar a Elías».
Atravesó con dificultad dos aparatosas puertas, modernas y pesadas, se abrieron solas con la luz de la mañana. Eran la parte más costosa de toda la vieja casa; desentonaban con la construcción, y estaban dispuestas de tal forma que: al abrir la segunda por completo, alcanzaba a tocar la primera; definitivamente eran muy robustas para el estrecho corredor, al punto que había que acomodar un poco el cuerpo para pasar. Una vez en la cocina, a paso cansado comenzó con el desayuno.
—Elías... ¡despertarse! —gritó mientras retiraba un litro de leche del refrigerador.
Minutos más tarde: los huevos habían sido revueltos, el zumo exprimido y los panes tostados; toda la estancia olía a pan y café, y la luz amarilla entraba por la ventana dando cuerpo al embrujo fantasmal del vapor derramándose sobre la taza. Elías se asomó a la cocina a medio vestir.
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Nero
Horror**Ganadora de los Wattys 2022, categoría Horror** A las afueras de Zamora, una pequeña ciudad al norte de España, Nero Navas vive con su hijo Elías lo que a la distancia parece ser una vida idílica de tranquilidad, huerto y noches abovedadas de estr...