2008 - Cuerpo

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"Si he de elegir entre descender a los abismos de una amargura cínica,

o elevarme a las nubes de un optimismo ridículo,

daría dos pasos al abismo"

De Las memorias de Adryo.


Salió del cuarto preparado para lo peor, con el cristal de la culpa atravesándole todavía el pecho. Su niñito, el de las piernas de masa dormía a brazo tendido, y no había evidencias de ninguna novedad ni de sobresalto alguno, ni en la sala, ni en el cuarto, ni en la cocina, salvo por unas gotitas de sangre seca pegoteadas al refrigerador, —que bien podrían pasar por kétchup—. No encontró nada que justificase su estado de alarma, pero esa peste era tan real como lúgubre, otro como él, un nocturno, estuvo rondando cerca de su propiedad, esa era una realidad que no podía simplemente ignorar como la cajita de zapatos debajo de su cama. Volvió al cuarto y la sacó de su escondite, era una pequeña caja de madera, hacía mucho no la veía y había olvidado sus dimensiones, en las manos era un poco más pequeña que en sus recuerdos, pero era parecida efectivamente a una caja de zapatos.

Quitó la tapa y se llevó una sorpresa; un trapito azul escondía su contenido, y solo la visión de ese trozo de tela logró paralizarlo, no se atrevió siquiera a removerlo, como si el trapito de algodón tenía algún encanto, algún hechizo que lo hiciera muy pesado de levantar, aquel embrujo estaba en verdad en su conciencia. Hace 15 años no abría la caja de hueso, había olvidado; por ejemplo, que ese trapito azul estaba ahí, o tal vez había asumido que el tiempo eventualmente lo habría desecho, o tendría la cortesía de removerlo por lo menos, era lo menos que podía hacer por él, después que tanto había martirizado ya sus remordimientos, pero era tan mezquino el tiempo, que no daba tregua, y no estaba dispuesto a liberarlo ni siquiera de la visión del trapito azul.

Recordaba perfectamente como había llegado ese pañito a vivir en su caja: era el último vestigio de un crimen terrible que no podía sacar de su cabeza, que atormentaba sus noches y mortificaba sus días, y que quería dejar sepultado en herrumbre de tiempo, en noches de olvido, y por lo visto, en paños de tela. Desistió de su idea de hacerse con un arma, y se abrió al claro al fin, tan inerme como los pececitos del arroyo, y tan pálido como la mañana, contando con que sería masacrado apenas pusiera un pie en el pórtico... Solo encontró en el claro: la desolación de un manto de hojas muertas y la compañía de los renacuajos. Parecía que para dejarlo en ridículo estaba más desierto de lo normal, aunque siempre estaba desierto, había menos pájaros, menos luz, menos de todo y más aire y más vértigo.

«Me estoy volviendo loco» —pensó—, «ese olor... anoche sentí ese olor... o... ¿o fue un sueño?»

Antes de despertar a Elías y rendirse a la evidencia de que su propia cordura se escapaba de su cuerpo más rápido que el agua del arroyo, decidió hacer una ronda por la propiedad. Buscaba huellas, manchas de sangre, ropa rasgada, colillas de cigarrillos, evidencias de una fogata... cualquier cosa que le ayudara a renovar la convicción que tenía apenas despertar, y lo único que pudo encontrar fue una hoja de lechuga endurecida de sangre ahí, donde el día anterior se amputó el dedo pulgar de un cuchillazo poco certero —o excesivamente certero, dependiendo de cómo se vea—. En medio de la hoja acartonada el pulgar viejo yacía en su propia escena del crimen.

—¡Madre mía! —se dijo—, que descuidado he sido.

El pulgar nuevo ayudó también a recoger el desastre, le dio a su gemelo cristiana sepultura en una tumba poca profunda y sin marcar, que abrieron sus nueve primos; y de pronto el problema de la peste nocturna quedó superpuesto al problema de las evidencias inculpatorias mal escondidas, Nero se prometió que una vez dejase a Elías en el instituto, haría una revisión más profunda.

NeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora