2008 - Picnic

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"Lleva suficientes extraños a tu casa,

y un día partirás el pan con tu muerte"

De Las memorias de Adryo.


—Elías... ¡despertarse! —avisó Nero otra vez mientras ponía el café.

Las noches habían sido tan oscuras como complicadas; la peste que impregnaba el cuarto pasado el ocaso era un recordatorio de que un nocturno no pactado estaba rondando en las inmediaciones, y sin embargo, la ausencia de cualquier indicio más certero y confiable que la hediondez había conseguido que Nero dudase incluso de la lucidez de su olfato, que creyó infalible en otra época. Había duplicado la medicación en un intento fallido de acallar las voces; que por las noches eran insoportables. Las fantasías y los delirios de violencia que había logrado reprimir gracias al milagro del compuesto, habían vuelto enardecidas por la amenaza constante del misterioso ser, aunque había llegado al punto de poner en duda su existencia; pensaba que no existía y en sus delirios lo estaba inventando, o existía y estaba delirando solo por negar esa certeza, que en la ausencia del sol era tan palpable como la cama, y tan estridente como sus arrepentimientos.

Ideó un plan para tratar de conseguir de nuevo la convicción que el lunes le diera Amaya Moreno en el telediario, cuando le dio la noticia de que un cuerpo decapitado había aparecido a orillas del Duero, y que minuto a minuto se aclaraba como las gotas de café que se precipitaban en la cafetera. Era sencillo y practico: tomó un hilo blanco y lo colgó, apenas puesto entre dos árboles, anclándolo en la aspereza del moho endurecido en la corteza, y en la propia corteza obviamente. A la mañana siguiente salió de casa inerme como todos los días, pero convencido de que encontraría la respuesta a si estaba o no loco en la posición del hilo: si lo hallaba en el piso, el que rondaba lo habría tirado, delatando su existencia.

No lo halló colgado en la corteza, ni en el suelo ni en ningún lado. El horror de confirmar la presencia del otro se peleaba con la calma de saberse cuerdo en su conturbada mente. Fue una alegría mortificada de corta duración, ya que horas más tarde, escuchó unas pisadas en el pórtico; salió enseguida convencido de que hallaría al intruso, solo para encontrar un ciervo al otro lado de la puerta que le veía con unos ojos tan negros como las noches de los tormentos.

Pensó en seguirlo y esperar que el animal hiciera del vientre; si el hilo no estaba ahí al menos sabría de que no estaba loco. Pero descartó esa idea enseguida; González le haría internar en un manicomio si se presentaba en la comisaría con un tarro lleno de mierda de ciervo, y trataba de explicarle que era esa una muestra inapelable de que efectivamente un nocturno estaba rondando su propiedad, puesto que no había hilo en la mierda.

—¡Elías! —repitió masajeando su sien, «¡si tengo que llamarlo otra vez...!»

El hijo se presentó a la cocina inusualmente bien vestido: se había puesto gel en el pelo, llevaba zapatos nuevos —los que Nero le dio en navidad, no los había estrenado—, portaba una camisa de vestir azul abierta, con una franela blanca debajo y olía a perfume.

—¿Te has puesto perfume? —preguntó Nero sorprendido.

El hijo sonrió.

—¡Hoy es jueves! —dijo.

Secretamente esperaba que Elías le volviese a invitar al picnic; era una alternativa mucho menos ingrata que pasar el día encerrado en casa, pensando en la manera en que aquel ser impío los destriparía a los dos una de estas noches. Pero el niño no dijo nada durante el desayuno, ni de camino al instituto, ni siquiera cuando Nero le preguntaba como lanzando el anzuelo que planes tenía para el picnic, lo que Elías contestaba con evasivos: "pues pasar el día con los colegas". Una vez llegaron, Nero entendió que Elías se había quedado sin invitaciones o sin ánimos para seguir haciéndolas, así que decidió tomar la iniciativa, antes de que Elías bajase del coche, le dijo:

NeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora