[Doce] Ahora

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— ¿Sabes de esas veces en que llueve pero no sabes de donde? Yo creo que esas son las peores lluvias, yo creo —balanceó los pies, que chocaban contra el hormigón una vez sí y otra también—. Aunque me gusta cuando llueve. Cuando es poco me gusta no llevar paraguas. Recuerdo siempre que mi profesor decía "no me pongo paraguas por que me gusta mojarme la calva". No sé, me hacía gracia —y se encogió de hombros, me buscó la mirada para clavarla en mis pupilas y sonrió antes de arrastrarse por el banco en el que estaba sentada—. Hoy estás muy guapo.

—Tonterías —Balbuceé, negando con la cabeza. Ella se rió.

— Te queda bien la gomina. Aunque dile a tu madre que me gustas mucho más cuando llevas el pelo a lo loco —Caminó lejos de mí sin darse cuenta, entre la hierva, mirando cómo se mojaban sus medias cuando la pisaba—. ¿Te he dicho que me puede el pelo rizado?

—Yo... yo tengo... — intenté mover la boca. Lo deforme de mis dedos me dejó en silencio. ¿Para qué seguir?

—Si, sí, ahora no hagas como que no lo sabías —giró sobre sí misma—. Eres un verdadero bombón.

Con almas así era más bonito ir a clase y hacer bulto, la verdad. Solía repetirme que no tenía por qué pensar así, que si el cerebro estaba al cien por cien de sus capacidades psíquicas era una suerte. ¿Que me hubiese gustado ser normal? También. Pero una cosa no quitaba a la otra.

—¿No vienes?

Me sacudía en la silla para que se diera cuenta de que tenía una pierna más entumecida que la otra cuando decía esas cosas. Era como si lo supiera y le diese igual. Como si a ratos me quisiera y a ratos no me soportara. Como si me viese por encima de todo. Creo que ella me veía más normal de lo que en realidad aparentaba.

—No —me relamí—No puedo.

—Tonterías. Venga, pedazo de vago.

La peor parte era cuando se iba de verdad. Era una chica rara. No sé hasta qué punto pretendía dejarme libre pero esto ya era pasarse. Ni siquiera llegaba a los mandos de la manta eléctrica cuando tenía frío, como para empujar unas ruedas cuesta abajo. Lleno de piedras, y de césped mojado, y sin frenos. Muerte segura, vamos.

— ¡Voy! —Creo que entendió ella— Espera... espérame.

El césped cada vez se veía más mortal. Las chapas del alcantarillado brillaban entre las hojas secas y sus vaqueros cortos me esperaba tiesos junto al resto de ella en la otra parte de la portería. Me gustaba cuando se quedaba a esperarme a pesar de todo.

Me acordé entonces de que la silla era eléctrica y que tanto drama servía de más bien poco cuando la solución estaba ya tan clara. Solo tendría que mover una palanquita del tamaño de un chupa-chups y estaría con ella en menos que cantaba un gallo.

¿Que donde se dejaba la gente como yo el sentido de la percepción? A saber.

Era más distancia de la que creía. Y aunque esquivé, giré y traté de guardar el equilibrio acabe girando sobre mi mismo hasta llegar a lo que sería la placa de alcantarilla donde siempre frenaba por lo grande que era. Había dejado un camino bastante interesante detrás de mi y lo que tenía delante no era mucho mejor. Ella sonrió para animarme.

—¡Venga, tonto! Si tú puedes con todo.

La mire y traté de sonreír lo mejor que pude para verme tan guapo como ella pudiera esperarse. Lógicamente no lo conseguí, aunque la emoción del momento una vez llegara a sus pies me ayudaría un poco. Hubiese sido fácil llegar allí si no fuese por las piedras que había en el camino. Amortiguó la caída con sus manos sobre los mangos de la silla cuando ya veía mi cara en una de aquellas afiladas puntas. No se lo dije, pero vi pasar mi aburrida e inútil vida por delante de mis ojos en apenas medio segundo. La verdad es que había poco que contar.

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