Capítulo uno

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Hoy era un día común, en una sociedad común, en una ciudad y en un país común. En un mundo común, en una vida común, en un universo común.

Me costaba recuperarme de cada bostezo que me atacaba. Caminaba despacio con toda la flojera del mundo, arrastrando mis converse por el asfalto roído de la calle en mi vecindario. Llevaba la bicicleta conmigo, y quizá esperaba despertarme un poco para montarla e ir hacia la escuela.

Oí a mi mamá desde lejos, abrir la puerta de entrada de la casa, y desearme un vigoroso y excesivamente cargado de ánimo «ten un buen día, tesoro», a pesar de mi falta de energía, sonreí, y le devolví el saludo aunque cansado a mi mamá.

Lo siento si en este momento les aburro, ayer tuve un entrenamiento de día completo en el club de tenis de la escuela. Dios, siento que me molieron las piernas y que los pies me los volvieron polvo, mis pobres brazos si acaso consiguen moverse.

Bostecé de nuevo y deseé con creces en este momento tener un novio con auto para que me llevara a todas partes.

De haber estado completamente en mis cabales me habría dado una cachetada a mí misma por pensar tal burrada, pero la verdad, poco me importaba porque parecía la loca sedada de un hospital.

Contemplé mi anticuado y normal vecindario, a mis vecinos ancianos y la comunidad sosa. Caminé con lentitud sintiendo que éste no podía ser el día más aburrido, fastidioso y cansino de toda mi existencia.

Estuve a punto de subirme a la bici y a echar camino cuando el estrépito de una bocina de auto sonó en mis oídos, acompañado de silbidos y comentarios raros que no llegue a escuchar bien.

Me di la vuelta para mandar a la mierda al idiota, y me encontré una vez más, con la persona más patán, mierda y odiosa que pudiese existir en toda Nebraska.

Lo peor es que venía al lado de los mandriles de sus amigos.

Ethan McAllister me sonreía con arrogancia y suficiencia desde su Mustang shelby cobra negro, bajándose los lentes con galantería -a mis ojos ridícula- y peinándose el cabello rubio hacia atrás con una mano. Él era el típico chico estereotipado de personalidad plana que a las chicas enloquecían, más yo aborrecía.

Me costaba creer como él tan desagradable que era, pudiese ser una estrella y tener a toda la sociedad, tanto adolescente como adulta, a sus pies.

Ignoré a sus amigos, tan patanes e idiotas como él.

—¿Te doy el aventón, preciosa?

Puse los ojos en blanco pero le devolví una sonrisa hipócrita.

—Sigue de largo y búscate a otra, idiota.

Él hizo un sonido y gesto desagradable de asombro.

—Uuuuh, vaya, parece que ésta muerde.

Los chicos que venían a su lado estallaron en carcajadas irritantes y seguido de ello también comenzaron a burlarse, lanzándome ladridos de perro. Inspiré hondo y me monté en mi bicicleta para andar camino, ignorando a esos imbéciles que me traían la vida verde.

Farfullaba tantas maldiciones para mí misma mientras andaba en camino hacia la escuela. No tardé en llegar y continuar con lo cotidiano y común de mi día. Llegué, guardé mis libros en el casillero, esperé a que mis amigos llegaran para contarles con desagrado parte de lo ocurrido, hablar con ellos me hizo sentir menos rabia por ese imbécil de Ethan.

—Juro que no soporto a ese maldito ojitos azules— resoplé con molestia, mientras le daba un mordisco a mi desayuno—, no sé quién coño se cree.

Quien quiere su mano ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora