Capítulo veintitrés

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El frío decembrino parecía querer instalarse antes de tiempo, y sin invitación de paso. Era martes 23 de septiembre. Me acuerdo perfectamente porque fue el día en que inició de manera contundente algo que sin duda me marcaría... y también porque sería el día en que repetí la misma mierda con mi mamá sobre emborracharme y toda la cosa.

Todavía no quieren saber sobre eso.

Me sentía particularmente feliz, con una sonrisa imborrable que no dejaba indicio de marcharse de mi rostro. Tampoco dejaba mucho lugar a dudas cuál podría ser el motivo de esa sonrisa. Lo sé, sí soy patética, en demasía diría yo. Pero ¿qué les digo? Me enamoré.

Era una sensación agradable y contradictoria, porque te hacía sentir eufórica como si fueses una drogadicta y al mismo tiempo tranquila, y de algún modo en paz contigo como si hubieses visitado la india y encontrado a tu yo interior. Como cuando te encuentras a la mejor amiga de tu madre en una tienda de juguetes sexuales y consigues que no te vea. Algo así se sentía. Como un alivio sospechosamente parecido a la felicidad.

Estoy exagerando. Sólo amanecí con el cabello menos enredado y por eso mi humor está de buenas.

Y por eso estoy rememorando visitas a tiendas mayores de dieciocho.

Givenchi me dio una mirada que podría disparar ácido puro, pero me hacía feliz. Porque el desgraciado muy a su pesar tuvo que ponerme un diez en el trabajo que hice con Janviére—bueno, que técnicamente llevaba más el nombre de Janviére que el mío—y desistir de su adorada tradición de reprobar todo papel que dijera "Juno Gosselt".

De algún modo sentía que este día las cosas estaban fluyendo de una manera distinta.

Tocaba educación física y el maldito uniforme no ayudaba a que tuviera menos frío. Me cuestioné seriamente si el que había diseñado el uniforme era o un joven calentón y baboso, o un viejo verde pedófilo y solo. Ninguna opción era linda, pero era la única explicación a que nuestros shorts parecieran tangas a punto de reventar

Era eso o que yo simplemente estaba subiendo de peso.

Dios, no me jodas con eso que mi cuerpo es muy lindo así fitness.

Bueno, sí estaba subiendo un poco de peso porque de hecho trotar un par de vueltas al patio me costó una buena dosis de cansancio y fatiga. Esperaba que sólo se tratara de re acondicionarme otra vez.

Me golpeó el recuerdo de la beca y de la competencia, y abrí los ojos como platos ante mi propio pensamiento. Entonces comencé a correr más rápido y más violento como un hipopótamo en fuga.

Perra, tengo rebajar.

Ҩ

—¡Escúchenme bien, bola de florecitas! ¡Se acercan las finales de fútbol y saben que no quiero que la caguen otra vez como hizo el enano de Anthony Mcfields el año pasado! ¿Me oyeron?—gritó el profesor de los hombres, haciendo que el aludido y más de uno enrojeciera y se encogiera en la fila de pura vergüenza—. Este año no quiero que sean maricas, quiero que demuestren que son capaces de hacer valer el nombre de esta escuela. Quiero que le cierren la boca a los presumidos de Águilas de Easton como Dios y la virgen mandan. ¿Bien? ¡Quiero oír su entusiasmo!

Muchas voces post pubertad secundaron la orden del entrenador gritando muy en alto Halcones de Midwood como si de soldados a punto de ir a guerra se trataran.

El entrenador pidió una vez más el grito en respuesta.

Ya a su rostro se le iba de a poco el color rojo de tanto gritar, y al menos sus venas dejaron de brotarse hasta que logró ver en el fondo a un estudiante holgazán que irrespetaba e ignoraba su charla.

Quien quiere su mano ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora