Capítulo siete

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Últimamente dormir se había vuelto una actividad de la que me habían privado. La semana de exámenes se acercaba y encima; había alguien, no sé quién, que se encargaba de quitarme el sueño cada noche.

Había recibido una rosa la noche anterior, y la  primera reacción impulsiva que tuve fue arrojar la rosa bien lejos, a que se perdiera entre los jardines de mis vecinos viejos. Mis ojos no pudieron desorbitarse más de la impresión, y mi corazón no podía palpitar más de miedo.

Me entraron unas ganas inmensas de llorar apenas había terminado de leer la nota. ¿No fueron imaginaciones mías entonces lo de los vestidores? Con pánico supe que mi suposición no era ninguna tontería, y que era cierta.

Quizás una lágrima de miedo me surcaba el rostro mientras hoy me encaminaba hacia los casilleros. Estaba sola, metida en mis cavilaciones, tanteando con indecisión mis libros, teniendo en mente cosas muy lejanas a lo que eran las materias y las clases.

¿Quién está lo suficiente enfermo para acosarme?

Necesitaba un respiro.

Greg y Amanda llegaron juntos de nuevo a donde estaba yo, a saludarme como siempre, mientras yo, con una sutilidad impropia de mí, cerraba el casillero.

Greg pareció el único en notar algo distinto en mí, porque la sonrisa con la había venido animado a acercarse, poco a poco se desvaneció.

—¿Juno, ocurre algo?

Negué con tranquilidad la cabeza. Por alguna razón me era muy incómodo hablar esto con otra persona. Temía que pensaran que estuviese loca o que sólo imaginaba cosas.

—No...—mentí, frotándome un ojo con una mano cerrada, mientras soltaba un bostezo, que junto a mis ojeras más grandes, revelaba que no había dormido de nuevo.

Amanda también lo notó.

—¿Te has desvelado otra vez?—preguntó ella con un dejo de preocupación.

—Sí...—intenté balbucear y buscar mentiras adecuadas—. Me quedé hasta muy tarde leyendo un libro.

Greg chasqueó la lengua, en lo absoluto convencido.

—Eso es tan cierto como que los cerdos vuelan—criticó, frunciendo el entremedio de las cejas—. Por Dios, ni siquiera lees. Lo último que has leído si acaso fue el artículo de belleza de una revista de modas. Estás muy lejos de ser alguien que siquiera guste de los libros—observó sin tacto, y brusco.

—¿Y por qué no podría empezar a serlo,Greg, tan inculta soy para ti?—objeté algo molesta, notando la percepción que ellos tenían de mí. Es decir, obvio que los libros no me atraían, pero tampoco para pensar que era inculta.

Greg suspiró, a sabiendas que me había ofendido un poco lo que dijo.

—Bien, no dije eso, pero lamentó si te ofendió—se disculpó, alzando las manos, derrotado—. Aunque sabes que esas mentirillas del por qué no duermes no son para nada creíbles, y menos para nosotros, que somos tus amigos.

Amanda apretó un poco los labios, sin saber esta vez qué decir para aligerar el ambiente.

—Dejando eso de lado, creo que en la cafetería están sirviendo helados... ¡de pistacho y nueces!—exclamó con emoción y una sonrisita medio incómoda, como vago intento de cambiar de tema.

Le sonreí sin ganas, pero algo agradecida porque cambiara de conversación.

Sabía que más tarde, alguno de ellos dos me sacaría la verdad, así sea por separado; lo harían. Greg quizá con sus argumentos certeros y sin ningún ápice de delicadeza me sonsacaría la verdad, y Amanda, quizá con su dulzura y comprensión característica de ella, me haría susurrarla llorando. Sabía bien de que les contaría pronto lo que me ocurría, pero hoy no sería.

Quien quiere su mano ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora