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Un par de noches más tarde, Regina estaba sentado en la colina de Emma. En algún momento había empezado a llamarla así, y había decidido que Emma era la dueña de la colina. Pensaba en su vida, en sus sentimientos y se preguntaba si no sería la dueña de otras partes de su ser. Regina no era muy dada a la introspección. No se había pasado los últimos doce años analizando sus sentimientos tras la muerte de la madre de Roland. Había estado demasiado ocupado trabajando para sacar adelante su granja y para cuidar de su hijo como para detenerse en las heridas de su alma. Sin embargo, en los últimos tiempos, Regina había pensado mucho en lo sucedido y había recuperado enterrados y dolorosos recuerdos.

Había reconocido que en el fondo de su ser se había culpado oscuramente por la muerte de Robin. Ella era un año mayor y la había arrastrado al juego que había terminado con un embarazo. Había sido irresponsable, pero ella lo había pagado. La injusticia de lo sucedido le había torturado siempre. ¿Por qué tuvo Robin que morir? ¿Por qué tuvo que ser todo tan trágico y cruel? ¿Por qué había tenido que crecer Roland sin una madre? Aquellos pensamientos le hacían sentirse lleno de pesar. Recordaba haber cargado con ese pesar durante años, pero sin pararse a analizarlo. Ahora podía ver la verdad. Y la veía gracias a Emma. Ella había borrado el pesar. Le había dado esperanza. Le había devuelto la vida y con ella los recuerdos, buenos y malos. Necesitaba tenerla cerca. Emma había hablado de miedo. Joshua se rio amargamente. Si hubiera sabido hasta qué punto la necesitaba, entonces sí hubiera sentido miedo. Ella misma estaba aterrada. Había pasado mucho tiempo a solas, a salvo, con el corazón encerrado con doce cerrojos. Había sido un alivio dejar de soñar y dejar de sentir.

Pero ahora Emma le había mostrado otro mundo y Regina no quería abandonarlo. Se aferraría a él con uñas y dientes. Por mucho que le rechazara, se aferraría a ella, pensó Regina mirando la oscuridad con tristeza. De pronto observó que su hijo avanzaba hacia él. Desde su posición en la colina, podía observar lo alto que se había vuelto Roland. ¿En qué momento había crecido tanto? Nadie respondía de los años perdidos. Aunque Joshua había perdido el contacto con el adolescente, tenía la satisfacción de saber que le había educado bien y que el joven estaba floreciendo. Para su edad era un chico responsable e inteligente como pocos. Merecedor de todo el orgullo y el respeto de su padre. Cuando le miraba, pensaba que después de todo no había metido tanto la pata. La mirada del chico era curiosa.

—Te ha llamado una tal señora Randolph. Dice que su yegua está en celo.

Regina asintió. —Es pronto para la yegua, pero la llamaré mañana. Roland se metió las manos en los bolsillos.

—Y, bueno, ¿qué haces aquí? Regina sonrió. Sabía que se estaba comportando de una forma muy rara.

—Escuchando —explicó—. Mirando las estrellas. Roland le miró de nuevo, con lucidez.

—Oh —miró a las estrellas—. ¿Tiene esto algo que ver con Emma? Regina observó a su hijo. Menuda intuición.

—Sí. He pensado mucho en ella últimamente.

—¿Te vas a casar con ella? Regina sintió que se le agarrotaban los músculos del cuello y se pasó la mano por la nuca.

—No lo he decidido.

—¿La quieres? Regina hizo una pausa. Todavía no acababa de aceptarlo.

—Sí, creo que la quiero.

—¿Crees que ella te quiere a ti? Regina habló con suavidad.

—Sí, creo que sí, hijo —miró a su hijo—. Pero a veces no basta con quererse. Roland se revolvió como si no entendiera.

—Bueno, por si te decides a casarte con ella, te diré que me gusta verla por casa. Regina sonrió involuntariamente.

—¿Seguro? ¿Y Henry? Los críos arman mucho jaleo. Roland miró al frente.

Una Chica con ProblemasWhere stories live. Discover now