12. Zeta

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Busqué en sus pupilas trémulas y noté que no era capaz de decir nada.

—¿Qué te pasó? —insistí.

Por su expresión, intuí que buscaba una excusa, pero algo lo contuvo. Quitó la mirada de mí y la refugió en el lado opuesto del cuarto.

—Amigo... —coloqué una mano sobre su hombro.

—Fue mi culpa —dijo.

—¿Cómo tu culpa?

—No tendría que haber contestado...

—¿Pero qué decís? ¿Qué tiene que ver?

Negó con la cabeza mientras pensaba, trataba de buscar justificaciones.

—¿Fue tu viejo?

—Por favor, no digas nada.

En sus ojos suplicantes había miedo, vergüenza, tristeza y tantas cosas más que a esa edad me resultaba imposible leer.

—Claro que no hablaré, pero no puede hacerte esto.

Se encogió de hombros, todavía negando.

—No te puede golpear, mucho menos dejarte así, todo marcado.

Se dejó caer en el piso, tomando su cabeza con ambas manos; era como si buscara esfumarse, desaparecer. Apoyó la frente en los brazos, derrotado por sus propios pensamientos. Lo observé, aún en pie, sintiendo el pecho apretado, el estómago en la garganta. Me senté a su lado, tan cerca que nuestros hombros se chocaban.

—David...

Levantó la mirada empañada.

—¿Siempre te golpea?

—Solo cuando está fuera de sí; o cuando no hago caso o contesto. A veces no puedo controlarme...

Al escucharlo, mi indignación aumentó.

—No podemos permitir que siga haciéndote esto.

—No te metas, por favor.

—Me meto porque me importás, porque soy tu amigo y porque te quiero.

Volvió a buscar mis ojos.

—Si alguien se entera me van a sacar de mi casa.

—¿No es mejor que estés lejos de ese tipo?

—Es mi papá, Fabrizio.

—Peor aún...

—¿Adónde querés que vaya? ¿Qué puedo hacer? Me van a mandar a un internado, voy a tener que dejar la escuela, mis cosas, mis sueños; no nos vamos a ver más.

Traté de encontrar alguna solución en mi cabeza, pero ninguna de las opciones que se me ocurrían parecían acertadas.

—No te puede tratar así —repetí.

—Ya estoy acostumbrado.

—¡No deberías estarlo!

Me frustraba la resignación que mostraba al maltrato, me espantaba que pudiera llegar a asumir que se lo merecía. Lo contemplé una vez más, con su cuerpo tan encorvado, se lo veía tan vencido que dolía. Todavía llevaba el torso desnudo y la parte inferior de su cuerpo envuelta en una de las toallas. No podía dejar de reparar en cada hematoma, en cada marca que lo mancillaba. La imagen de su figura menuda siendo golpeada por un adulto vino a mi mente y sentí tanta repulsión, tanto odio, tanta impotencia, que mis ojos se llenaron de lágrimas.

—Solo me queda aguantar, Zeta. Sé que en algún momento me voy a poder ir de mi casa, pero ese momento no es ahora.

Negué otra vez.

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