27. Zeta

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Desde que David había suspendido su asistencia a las clases de inglés, mi madre no había vuelto a verlo. Varias veces ella insistió en preguntar si nos habíamos peleado, repitiéndome siempre que los buenos amigos son escasos y que debía aprender a dejar de lado enojos absurdos y saber dar el primer paso en pos de una reconciliación. Yo me limitaba a mirarla con fastidio y daba por terminado el asunto con mi silencio.

Lamentablemente, las cosas se habían configurado para que yo no fuera el único vínculo que Davo tenía con la familia; una noche Mina golpeó, por primera vez en años, la puerta de mi habitación.

—¡¿Qué pasa?! —grité impaciente desde la cama, donde me encontraba leyendo para una lección del día siguiente.

Entró sin esperar a que la autorizara.

—Pasá tranquila, nomás. Como si fuera tu cuarto —me quejé.

Se sentó a mi lado y se quedó mirándome.

—¿Viniste solo para observarme o pensás hablar en algún momento? —espeté.

—¿Cómo estás? —preguntó con cara extraña.

—Bien, gracias —respondí con sarcasmo.

—Mmmm...

—"Mmmm", ¿qué? ¿Por qué todo el mundo en esta casa me pregunta a cada rato cómo estoy?

—Porque se te ve raro.

—¡Pfff! —bufé.

—Y sí: vivís en la calle y cuando estás en casa te quedás encerrado en medio de este desorden. Ya ni sos capaz de sentarte con nosotros a la mesa.

—Para nada, no es así.

—Y, encima, estás de mal humor todo el día. Como ahora.

—Disculpame, ¿cuándo te acordaste vos de que somos hermanos?

—No es justo que digas eso. Siempre me acordé. Solo que ahora estás más grande, podemos hablar de temas más interesantes.

La miré con ganas de mandarla al demonio.

—¿Cómo está tu noviazgo? —suspiró.

—Bien. Muy bien, gracias. ¿El tuyo? —volví a mostrarme sarcástico.

—Me peleé la semana pasada.

—No puedo decir que lo lamente, porque era bastante idiota el pobre flaco ese. Ni papá se lo bancaba.

—Papá no se banca a nadie —retrucó.

—A mí nunca me hizo ningún problema con Carolina.

Blanqueó los ojos.

—Esa mosquita muerta —soltó entre dientes.

—Epa... se te habrá escapado. Pensé que eras su amiga.

—Esa no es amiga de nadie. Una verdadera amiga no se enredaría con mi hermanito menor.

—No seas celosa, Mina, ¿querés?

—No soy celosa, digo lo que me parece.

—¿Y qué te parece? —dije, inclinándome hacia ella con ironía, clavando mis ojos en los suyos.

—Me parece que quiere apartarte de todos, que se acercó a mí nada más para estar cerca de vos y que, ahora que están juntos, no me da más pelota.

—¿Ves? Estás celosa.

—Bueno, cambiemos de tema; no me interesa hablar de esa.

—Y de qué querés hablar, ¿para qué viniste?

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