19. Zeta

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Mientras iba en el colectivo camino a Ramos Mejía, trataba de decidir si era correcto lo que estaba haciendo. ¿Estaba bien forzar a alguien a que me contara lo que evidentemente no quería? ¿Con qué fin iba a hacerlo? ¿Quería desenmascararlo o lo que pretendía era un acercamiento? No estaba seguro. Lo único que tenía en claro era que ya no quería seguir sintiéndome de la manera en que me estaba sintiendo: culpable por algo que era ajeno a mí. No me gustaba que me mintieran, tampoco que me escondieran cosas. Menos él. Pero, ¿quién era yo para señalarlo?, si para llevar a cabo lo que estaba a punto de hacer había tenido que decir mis propias mentiras. Primero a mi madre, fingiendo que me iba al centro deportivo como cada tarde, y luego a mis amigos, con quienes me había excusado inventando un malestar inverosímil. Solo esperaba que a ninguno de los chicos se le ocurriera aparecer por casa para ver qué tal seguía mientras estuviera ausente.

Crucé la avenida con todas las dudas tratando de hacerme desistir de tan absurda idea. Me detuve unos instantes frente a la antigua puerta pintada de verde del Centro Cultural. Nuevamente la indecisión. Debía ser valiente. Decidí que tenía que entrar. A medida que me adentraba en aquel hall, sentí que lo hacía en un mundo diametralmente opuesto al que estaba acostumbrado. Distraído por los techos altos y la arquitectura sofisticada del lugar, me choqué sin querer con un grupo de jóvenes que bajaba por una gran escalera de madera y se disponía a abandonar el lugar.

—Perdón, no los vi —me disculpé.

Un par blanquearon los ojos y la mayoría hizo de cuenta que no estaba ahí.

—¿Saben en dónde se dan las clases de danza? —me apresuré antes de que me dejaran hablando con el aire.

—¿Ballet o contemporáneo? —preguntó una chica.

—Eh... no sé...

—Hoy solo hay clase de contemporáneo —le contestó uno de los chicos con expresión de "en qué mundo vivís".

—Debe ser esa entonces —dudé.

—Seguí por el pasillo aquel —señaló la primera—, es el último salón en el fondo. Las dos puertas del centro.

—Gracias —comencé a dirigirme hacia donde me habían indicado.

—Ah, yo que vos espero a que termine la clase; si interrumpís, la profesora es capaz de asesinarte —me advirtió en la distancia.

Me sumergí aquel corredor oscuro, con puertas cerradas a cada lado que daban a diversas aulas.

Desde el fondo llegaba la música difusa de un piano, acompañada por una luz amarillenta y tenue que guiaba mis pasos. Justo al final, me topé con un par puertas de madera con sendas ventanas circulares. Me puse en punta de pie para espiar por ellas hacia el interior del salón. De inmediato pude ver a David, que era el único hombre en medio de una docena de mujeres. Se lo veía concentrado, atento a las indicaciones que iba dando la profesora mientras acompañaba la música con uno de sus brazos.

—¡Muy bien David! ¡Eso! ¡Eso!

"Debe ser bueno", pensé, sonriendo ante el entusiasmo que demostraba la maestra.

Nunca había visto nada que tuviera que ver con la danza, pero los movimientos de mi amigo me parecían armónicos, suaves y llenos de una gracia que jamás hubiera pensado que pudiera fluir su cuerpo. Los músculos de sus brazos parecían ondear como lo hace una tela acompañando al viento. Giraba, saltaba, se revolcaba en el piso y volvía a erguirse según las notas que surgían del piano. Todos en la clase lo hacían, pero yo solo podía reparar en él.

No parecía el mismo que conocía.

No podía ser ese chico que solía llevar la mirada gacha y el cuerpo encorvado para tratar de pasar desapercibido. Su figura semejaba flotar sobre aquel piso de madera, mezclarse con el aire como las notas musicales que llegaban hasta mí. Además, de su rostro emanaba cierta seguridad que jamás le había visto a ningún chico de nuestra edad.

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