39. Zeta

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Davo fue dado de alta el jueves 6 de diciembre por la tarde. Cuando llegué al estacionamiento del hospital para recogerlo, salía del edificio en compañía de Leandro.

—¿Te ibas sin esperarme? —pregunté, intentando hacerme el gracioso.

—Claro que no —respondió—, íbamos a sentarnos al café de enfrente.

Miré a su amigo, cuyo rostro estaba mucho mejor que la última vez que lo había visto, aunque aún evidenciaba los golpes. Me contemplaba con gesto inexpresivo. Volví a David.

—Vamos, mi vieja nos espera... —hice un ademán para que me siguieran hasta el auto.

—No, Zeta, no quiero que tus padres me vean en este estado. Tampoco tengo ganas de contestar preguntas y mucho menos tener que mentirle a tu mamá.

Sentí una gran decepción. De alguna manera, había estado anticipando esos días de convivencia en mi casa.

—Mi viejo no está —intenté hacerlo cambiar de opinión.

—Mejor me quedo en lo de Alberto, el profe de teatro.

—Como quieras...

Solté el aire por la nariz para liberar la frustración.

—Creo que será mejor así.

—Está bien, está bien —acepté—. ¿Es lejos? Te llevo.

—Es en el centro de Ramos.

David podía caminar por su propia cuenta, pero prefería hacerlo con sumo cuidado y con la ayuda de su novio. Aún sentía un dolor agudo en el costado izquierdo del tórax. Fuimos hasta mi coche a su tiempo y ambos lo ayudamos a subir para que se ubicara en el puesto del acompañante. Abrí la puerta del conductor y levanté mi asiento para que Leandro pasara a la parte trasera. Hasta ese momento, él no había dicho una sola palabra, más bien parecía que actuaba contrariando sus propios deseos.

Por mi parte, me esforzaba por disimular el fastidio por el cambio de planes, aunque esconder mi estado de ánimo es algo que nunca se me ha dado bien. Supuse que David lo había notado. Otra mirada fugaz llegaba hasta mí desde su lado. Giré mi rostro por instinto para interceptar su escrutinio y me encontré con una sonrisa suya llena de picardía. Entonces, para subrayar complicidad, apretó con su mano izquierda mi muslo derecho. Le devolví la sonrisa. Busqué en el espejo retrovisor la reacción de Leandro. No sé por qué lo hice. Su incomodidad era más que evidente, tenía la mandíbula tensa y la boca demasiado apretada. Quité los ojos del espejo y, para molestarlo, llevé mi mano libre hasta la pierna de mi amigo y la dejé allí.


Ese fin de semana discutí una vez más con Carolina. Ella había hecho planes para que saliésemos con el grupo de amigos del club; en cambio, yo pensaba escaparme hasta Ramos Mejía para ver cómo seguía Davo. Supongo que hoy en día hubiese sido mucho más fácil estar al tanto de su estado de salud, ya que nos hubiéramos estado mensajeando todo el tiempo por el celular, pero en aquella época no contábamos con ese recurso, y Alberto tampoco tenía línea telefónica en su departamento. Necesitaba ir personalmente. Además, todavía no había superado la culpa por lo sucedido. La discusión con mi novia fue la excusa que necesitaba para pedirle nuevamente un tiempo. Algo, cada vez más evidente, me decía que ya no tenía ganas de luchar por esa relación. Casi nada encajaba entre nosotros. Éramos muy distintos. Odiaba al que me estaba convirtiendo en cierto momentos en que estábamos juntos. Había comenzado a perder la paciencia por cosas cada vez más insignificantes y con mayor frecuencia. Detestaba esa mala costumbre suya de querer entrometerse en todo, de intentar acapararme o imponerme su presencia. Aquel día no hubo llanto de su parte, pero sí enojos, insultos y acusaciones de estar jugando con su vida. Se bajó del auto dando un tremendo portazo e ingresó a su domicilio sin voltearse.

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