70. Davo

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«Si también lo recordás todo —quise decirle—, entonces, por favor, llevame lejos de aquí. Rodeame con tus brazos como hacías antes; besame y haceme sentir de nuevo lo que es que alguien te ame con cada fibra de sí, le intereses más que nada. Susurrame al oído, como aquella noche, y repetí que no podés vivir si no estoy a tu lado, que darías tu vida para que nadie vuelva a lastimarme».

Sin embargo, habíamos tenido que continuar con nuestras vidas a pesar de habernos separado.

Había que seguir.

Eso era lo que todos me decían:

«Ya vas a conocer a alguien más».

«El primer amor nunca dura».

«Esto les iba a pasar, tarde o temprano».

Y ahora lo tenía frente a mí y era como si no hubiese transcurrido el tiempo.

Podíamos parecer distintos, pero se sentía tan parecido.

»Fabrizio, Fabrizio mío. Mi querido Zeta. Creo que me di cuenta de que ibas a ser especial para mí desde la primera vez que te tuve enfrente. La noche previa había dormido a la intemperie, en el patio de mi casa. Había discutido con mi padre porque no quería que siguiera estudiando y me había echado a la calle, una de las tantas veces que lo hizo. Recuerdo haber llegado a la escuela devastado, sin esperanzas, sin saber por qué continuaba. De pronto, algo atípico: antes de tomar lista, la maestra presentó a un compañero nuevo. Te paraste junto al pizarrón, con tal expresión de desánimo y miedo que de inmediato empaticé con vos y me di cuenta de que todos teníamos obstáculos propios para enfrentar. Quería acercarme, decirte que todo iba a estar bien. Pero solo me animé a hablarte durante el segundo recreo. Me hiciste reír con tus nervios, no recordaba cuánto hacía que no reía. Creo que jamás olvidaré el apenas perceptible temblor de tus dedos. Me hiciste sentir importante, nunca nadie se había preocupado por caerme bien. Tampoco había tenido amigos —en casa no me dejaban llevar a nadie y los niños a veces son demasiado crueles con quienes intuyen más débiles—.

»El inicio de la escuela primaria había sido difícil, me había costado integrarme. Nadie se preocupaba porque fuera a clases, por lo que tenía muchas inasistencias. Además, algunos se burlaban de mi apariencia, por llevar ropa vieja y porque tampoco había quien cuidara de mi cabello o mis uñas sucias. A medida que fui creciendo, empecé a prestar atención a cómo me veía y también procuraba vestir lo mejor que tenía, aunque eso implicara llevar las mismas prendas todos los días. A vos no te importó nada de eso. Por el contrario, te esforzabas por ayudarme. Al ver tu preocupación, me dieron ganas de seguir, de salir adelante. Me hiciste sentir que podía ser más de lo que era y que, aunque jamás lo hubiera pensado, me merecía una mejor vida.

»Desde muy pequeño había tenido que trabajar. Mientras los demás niños jugaban, a mí me había tocado lavar autos, cortar el pasto, limpiar propiedades ajenas, vender cualquier cosa, barrer canchas de paddle. Siempre me había avergonzado de tener que hacerlo, y me aterraba que los otros chicos de la clase se enteraran, pero para vos el que fuera pobre tampoco era importante. ¿Cómo no iba a empezar a sentir cosas? Si aquellos domingos, cuando nos juntábamos a jugar en los fichines, eran lo mejor que jamás me había pasado. Recuerdo cerrar los ojos y rogar para que la tarde no se terminara y, de hecho, me quedaba allí, con vos, tanto cuanto me era posible; aunque al regresar a casa me recibieran a golpes e insultos, me negaran la comida y me llenaran de castigos. Ya no me afectaba. Sabía que al otro día te volvería a ver y de nuevo me sentiría extraordinario, querido, contenido. Sabía que había alguien a quien sí le importaba.

»Creo que así fue naciendo este amor, aunque en principio no tuviera idea de cómo llamarlo.

»Luego entramos en la adolescencia y junto con los cambios del cuerpo, las sensaciones al estar juntos también fueron cambiando. De repente, ya no solo me hacía bien verte, sino que moría por hacerlo. Empecé a sentir ganas urgentes de vos, una necesidad que ardía en varias partes de mí, ya no solo en el pecho. El contacto entre ambos me empezó a poner nervioso y un día que —como habías hecho tantas veces— te cambiaste delante de mí, por primera vez sentí deseo. No sé muy bien la edad que tenía, supongo que trece, catorce tal vez, pero sí recuerdo la sensación que me invadió, repentina; el calor bochornoso, la confusión que me aturdía. No era la primera vez que me atraía un chico, pero hasta ese momento había conseguido silenciarlo.

»Me esforzaba por no quedarme embobado con tu musculatura de deportista, tu forma más desarrollada que la del resto, pero no podía; era obvio lo que me sucedía: no solo eras mi amigo, sino que me gustabas, me atraías físicamente. Y entonces comenzó una nueva guerra, mucho más salvaje que la que había mantenido desde siempre con mi padre. Una lucha que era mucho peor porque debía pelearla contra mí mismo.

»Yo no quería ser así.

»No quería que me gustaran los hombres.

»Odiaba ser distinto.

»Le preguntaba a Dios por qué me castigaba tanto. Me sentía maldecido, odiado, un paria. Intuía que el mundo me despreciaría aún más el día que se supiera mi verdadera naturaleza.

»Hubiera dado cualquier cosa por alejarme de vos y comprobar si así volvía a ser "normal"; pero no podía.

»Necesitaba verte, quería estar cerca.

»Entonces apareció Carolina y supe que estaba destinado a perderte. Me dolía verlos juntos, pero se sentía peor intentar alejarme. Luego llegó el cumpleaños de quince de Beatriz y ya no supe cómo controlarlo. La cara con que me miraste cuando te diste cuenta de que te había acariciado, me hizo sentir que más temprano que tarde me terminarías despreciando. Algún día te ibas a dar cuenta de lo que me pasaba con vos y yo no estaba listo para enfrentarlo. Por eso me alejé, porque prefería perderte de a poco, a medias. Porque suponía que en algún momento eso que sentía se iría apagando.

»Pero no fue así.

»A muy corta edad había tenido que dejar ir a mi madre, a mi padre, a mi mejor amigo; un conocido me había robado la inocencia cuando no podía defenderme y, en ese punto, me estaba perdiendo a mí mismo.

»Llegó el terrible momento en que tuve que darme cuenta de que no iba a cambiar y que no me quedaría más que aceptarlo.

»Me sentía culpable por todo lo terrible que me había sucedido, y lo peor era que creía que me lo merecía; porque algo malo tenía que haber hecho para que todo diera tan errado.

»Un día, en medio de tanta oscuridad, apareció una lucecita de esperanza que siempre había estado ahí y que no se había apagado. Creo que fue el arte el que me salvó. Porque cuando comencé a bailar, a actuar, a cantar, sentí que la gente dejaba de mirar mis zapatillas rotas o mi ropa de segunda mano para prestar atención a lo que hacía, a lo que llevaba dentro de mí y quería que todos conocieran.

»Ahí vos te volviste a acercar y, aunque todavía me dolías, ya había comprobado que mucho peor era tener que amarte a la distancia.

»"Lo vas a aprender a manejar", me repetía.

»Luego llegó Leandro, la golpiza y el bendito viaje de aquel verano.

»Dos meses que parecieron toda una vida. La vida feliz que jamás me había atrevido a soñar.

»¿Realmente te acordás de todo, Zeta?

»¿Podrás sentirlo, como yo, todavía?

»Porque jamás pude olvidar esa dicha, creo que nadie podría, cuando te toca y te marca con tanta fuerza.

Muchas veces he pensado que en las playas de Punta Médanos, junto a aquel faro, gasté toda la felicidad y todo el amor que el destino me tenía reservado.

Es que, cuando uno está junto a quien ama, y ese otro también está enamorado, casi se puede palpar la eternidad con las manos. Se llega a creer que lo que queda de vida, aunque solo se tenga diecisiete años, va a ser igual a todos esos momentos en que pareciera que el pecho está a punto de explotar de felicidad, por tanto que contiene.

Ninguno de los dos intuyó jamás lo que nos esperaba.

No estábamos preparados.

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