3. Davo

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Me sobresaltó el ruido de una puerta corrediza al cerrarse con fuerza contra su marco, era una de las que comunica el jardín con la sala de la casa que usábamos como oficina. Sin girarme, advertí el murmullo del pesado y trabajoso andar de Malena sobre la gravilla de uno de los senderos cercanos. Mi tan ansiado aislamiento se terminaba.

—¿Cómo se encuentra, señor? —me preguntó a la distancia.

—Bien, Malena, gracias.

Mi voz sonaba todavía rara, como áspera. Debía comenzar los ejercicios de foniatría recomendados por los médicos para mejorarla.

—¿Le molesta si me siento aquí, a su lado?

Levanté la mirada hacia ella, extrañado. Me encontré con sus labios fruncidos y esos ojos negros capaces de mirar más profundo que nadie. Negué con la cabeza.

—¿Cómo está de la garganta?

—Mejor —mentí.

Suspiró mientas se acomodaba en una de las reposeras.

—El señor Marrero ha estado llamando —soltó con tono de molestia.

—Puede decirle a mi agente que aún no he tomado ninguna decisión.

No respondió. El tiempo que se tomó para seguir hablando me indicó que juntaba coraje para decir alguna cosa que sabía que yo no tenía ganas de escuchar.

—Señor... —tanteó.

—Sí, Malena —traté de controlar mi exasperación.

—¿Me permite contarle algo?

Me volteé hacia ella con impaciencia, soltando el aire por las fosas nasales. Su gesto atribulado me contuvo. Seguí le trayectoria de su mirada hasta mi puño izquierdo, en el que aprisionaba la maldita carta. Sentí pudor por lo que había escrito en ella, vergüenza por la decisión que había tomado.

Agaché la cabeza sin brindarle respuesta.

—Fui yo la que lo encontró, señor —balbuceó.

—Lo siento mucho.

—Lo primero que hice fue intentar sacarlo de la bañera, pero me resultó demasiado pesado. Entonces... tomé su cabeza para sostenerla fuera del agua —mientras la escuchaba los ojos se me iban humedeciendo—. Me desesperé, ¿sabe? Estaba hundido. No sé cómo hice para alcanzar el teléfono y llamar al 911. Les rogué, les supliqué por la Virgencita de la Caridad que se dieran prisa. Me aseguraron que llegarían cuanto antes, pero los minutos parecieron años, una eternidad insoportable. Mientras tanto, yo lo arropaba contra mí, y repetía: "mi pobre niño, mi pobre niño". Luego vi esa nota que había dejado sobre el otomano del cuarto de baño.

Cerré aún más los dedos para sentir los pliegues del papel clavándose en mi piel.

Todavía no sabía si estaba arrepentido de lo que había hecho o si volvería a intentarlo.

—A mí me importa, señor. Usted me importa. Para mí, es casi como mi propio hijo.

—Gracias, Malena.

Sentí que el nudo que me estrangulaba me quitaría nuevamente las palabras.

Otra vez aquella tristeza.

Otra vez el ritmo descompasado en mi pecho.

De nuevo esa sombra interior que me apagaba y que cargaba desde tan niño.

—Hay mucha gente a la que le preocupa, señor. Las redes están llenas de mensajes...

—Eso no es real, Malena —la interrumpí.

Quería decir más, quería hacerle ver que el público solo percibe lo que necesita que seamos, lo que cree que el famoso que admira es y no la persona que de verdad somos. Que son aún menos los capaces de adivinar algún sufrimiento, cualquier sacrificio; o cuanta soledad hay escondida muchas veces detrás de las sonrisas forzadas y de la apariencia perfecta. Pero callé. Me repetí una vez más que no debía mostrarme vulnerable. No podía. Ni siquiera frente a alguien como ella llevaba tantos años trabajando a mi lado.

Malena se mantuvo en silencio por un largo instante, quizá temerosa de algún no poco común ataque de ira de mi parte.

Busqué refugio en el agua, en el reflejo del sol sobre el calmo oleaje de la bahía. Me distrajo una embarcación que pasaba a baja velocidad. Agaché la cabeza intentando ocultarme tras la mata que me protegería en caso de que alguien se asomara con una cámara, pero el yate siguió sin siquiera reparar en nuestra presencia.

Mi asistente tomó aire para continuar hablando.

Yo no deseaba más conversación.

—¿Quiere contarme sobre Fabrizio, señor? —soltó.

Escuchar el sonido de ese nombre después de tantos años de otros labios que no fueran los míos fue un golpe inesperado. Sentí que finalmente no conseguía contener las lágrimas que bregaban por liberarse.

—El Fabrizio del que habla al final de la carta —insistió.

Me pregunté cómo un simple conjunto de fonemas podía tener tanto poder sobre mí, podía cargar infinitos significados que parecían haberse ido agigantado con el descorrer del tiempo.

Arrugué todavía más el papel, queriendo hacerlo desaparecer a través de la palma de mi mano.

No sabía qué responderle.

No me creía capaz de verbalizar ni de enfrentar ese que, hasta entonces, había sido mi mayor secreto. 

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