23. Zeta

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Para las cuatro de la mañana muchos de los invitados ya se habían marchado. Noté el salón bastante vacío, por lo que lo recorrí con la mirada para ver quienes continuaban allí. Al hacerlo, me topé con que Stella se abrazaba a un chico rubio en uno de los rincones más apartados. Comencé a buscar a David, hacía bastante tiempo que no lo veía. Me lo había cruzado una vez más después de lo ocurrido en la puerta del baño, pero, al ver el estado en que se encontraba, no quise acercarme a él. Hubiésemos discutido.

Caminé un poco por el lugar, pero no se lo veía por ningún lado. Pensé que andaba demasiado borracho como para que se marcharse solo; más a esa hora, en que todavía no habían vuelto a circular los colectivos.

Me acerqué a Javier y Claudio que fumaban junto a una ventana. Se los veía desalineados, estaban transpirados a causa de la combinación del baile con la fuerte calefacción.

—¿Chicos, vieron a David?

—No, hace rato no lo veo —contestó Javier, consultando al otro con la mirada.

—Ya se debe haber ido —le respondió.

—No creo —lo interrumpí frunciendo el ceño—. Habíamos quedado en que se quedaría a dormir en mi casa.

—Ni idea, entonces —concluyó el primero.

Me despedí con un gesto y continué buscando.

Había desaparecido.

Era como si se hubiera esfumado.

Comencé a preocuparme.

—¿Viste a David? —le pregunté a Carolina.

—No —contestó blanqueando los ojos—. Se debe de haber ido con Stella.

—No. Tu amiga está allá en el fondo con otro flaco —señalé.

Buscó con los ojos y se encogió de hombros.

—Dejalo, Fabri; es grande. Seguro que sabe cuidarse solo.

—Es mi amigo, Carolina. Nunca toma y estaba muy en pedo.

La escuché protestar mientras me alejaba.

Me coloqué el saco y bajé las escaleras rumbo a la calle.

Había un grupo de nuestros compañeros en la vereda aguardando a que llegara un remise a buscarlos, les consulté a ellos.

—Hace como quince minutos se fue caminando para aquel lado, hacia la plaza del cañón.

—¿Iba solo?

—Sí.

"¡Dios mío!", me alarmé.

La temperatura era tan baja, que se desprendía un vapor blanquecino de nuestras bocas cuando respirábamos o hablábamos. Sabía que David no llevaba abrigo, porque había visto la campera que le había prestado colgada del respaldo de una silla, cerca de donde nos habíamos sentado al llegar al evento.

Apuré el paso.

Estaba asustado.

Como había dicho, él nunca bebía alcohol.

Me sentí responsable por no haberlo cuidado.

A medida que avanzaba, la angustia se iba incrementando. Sentí de pronto una punzada en el diafragma, que empezó a dificultarme la respiración.

No podía creer lo que estaba sucediendo.

—No te vas a ir y dejarme solo en la fiesta porque te mato —me había advertido en mi cuarto.

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