68. Zeta

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El sol ya estaba en lo alto para el momento en que regresé a Punta Médanos. Venía con la ventanilla baja porque el calor de aquella mañana veraniega comenzaba a hacerse notar. Ni bien giré para ingresar al patio, vi a Davo sentado en la galería. Se puso de pie al advertir el sonido cercano del motor y se giró hacia la entrada. Se me erizó la piel y el estómago me dio un vuelco al darme cuenta de que debía llevar despierto largo rato. Mientras me estacionaba, caminó hasta el sendero de entrada con Ramiro siguiéndole los pasos. Apenas me detuve, se colocó junto a mi puerta. Llevaba la frente fruncida y los ojos vidriosos. Había estado llorando.

—¿Me extrañaste? —pregunté en un impostado tono jocoso que intentaba cambiar los ánimos.

—¿Dónde te habías metido? —preguntó, agachándose hasta quedar a la altura del hueco que dejaba el vidrio bajo.

Señalé con la cabeza hacia el asiento del acompañante, para que advirtiera el paquete de panadería que traía conmigo.

—¿Qué es?

—Facturas para el mate.

—¿Fuiste hasta Pinamar a comprar facturas?

—Sí y, ya que estaba, pasé a saludar a mi vieja.

Suspiró y se apartó unos pasos.

Tomé la compra, abrí la puerta y me acerqué a él. Buscó dentro de mis ojos la verdad de lo sucedido. Me sentí de nuevo culpable por haberme marchado, pero ese no era el momento de contarle los verdaderos motivos por los que había despertado solo; lo haría más adelante, cuando ambos estuviéramos más preparados.

—¿Hago veintiocho kilómetros para traerte el desayuno y ni un beso me merezco?

Sonrió con tristeza, en su mirada aún asomaba la sospecha. Me acerqué y lo besé. El roce de sus labios bastó para saber lo estúpido que había sido por siquiera pensar en alejarme. Los latidos de mi corazón volvían a desbocarse, igual que con el primer beso de la tarde previa y con todos que habíamos compartido hasta entonces. Coloqué la mano libre sobre su hombro y ejercí presión, como si fuera a hacerle un masaje. Su sonrisa creció levemente.

Ese también era mi lugar seguro.

Estar allí, con él, se sentía el sitio indicado.

Dejé el paquete sobre el capó del auto y lo rodeé con ambos brazos. Lo estreché y después me aparté apenas para buscar en sus pupilas, queriendo que también leyera en las mías lo que sentía. Me tomó el rostro con ambas manos e hizo un gesto parecido a la rabia o la impotencia, como si le molestara que lo movilizara tanto.

Ambos reímos y volvimos a besarnos.

—¿Mate en la playa o en la cama? —pregunté.

Frunció la boca y respondió con picardía, levantando las cejas.

—Mate en la cama.

Aprovechamos que estábamos solos para quedarnos todo el día holgazaneando dentro del cuarto y vivir así, por primera vez, aquel ritual de intimidad que representa no querer hacer otra cosa más que estar cerca de quien nos hace sentir mejor que nadie.

Cuando se terminó el agua para el mate, dejamos la bandeja con el resto del desayuno en el piso y volvimos a acostarnos. Parecía que nunca íbamos a dejar de contemplarnos como dos bobos, sonriendo sin motivo aparente mientras la piel se erizaba.

Conversamos mucho, peleamos con las almohadas, nos jugamos bromas, nos reímos sin parar. Tonteamos como los adolescentes que éramos, exaltados porque, después de tanto de conocernos, estuviéramos pasando por aquello.

TAMBIÉN LO RECUERDO TODODonde viven las historias. Descúbrelo ahora