76. Davo

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En el último piso del edificio en que estaba viviendo, un nivel encima de mi departamento, había una suerte de salón de usos múltiples con un par de terrazas y un mirador. Toda una planta dedicada al esparcimiento en la que funcionaba un pequeño café-bar que era para uso exclusivo de los residentes. Desde doscientos treinta y cinco metros por encima de la calle podía apreciarse la gigante mancha que conforma Buenos Aires, el río y hasta la costa uruguaya, según el sector en que uno se ubicara tras los gigantes ventanales que envolvían el perímetro. Impresionantes postales en trescientos sesenta grados.

Lo primero que hice al abandonar el ascensor que nos llevó desde mi departamento y daba directamente al interior del salón, fue verificar que no hubiera mucha gente. Solo encontré a una chica trabajando en una laptop en el ala sur, por lo que dirigí mis pasos hacia el sector opuesto. Fabrizio me seguía de cerca. Nos detuvimos a pocos metros de una de las terrazas acristaladas y un camarero se acercó para recibirnos. Nos ofreció optar entre una de las tantas mesas vacías o alguno de los espacios con sillones y butacas.

—¿Allá, junto al ventanal, te parece bien? —le consulté a mi acompañante.

—Sí, cualquier sitio está bien.

El muchacho caminó junto a nosotros, que ocupamos lugares enfrentados en una de las mesas altas.

—¿Desean que les traiga la carta o ya tienen decidido lo que les gustaría tomar? —preguntó el joven.

—¿Qué puede ser? —quiso saber Fabrizio.

—Les puedo ofrecer algo de la cafetería o refrescos, jugos, vinos... tal vez algún trago.

—¿Podría ser whiskey con hielo? —preguntó él.

—Por supuesto.

—Uno doble entonces, por favor.

—¿El señor desea lo mismo? —El chico hizo una amable inclinación con el cuerpo en mi dirección esperando una respuesta, pero sin hacer contacto visual.

—No, gracias. Eh... yo quisiera... ¿puede ser un jugo de naranjas?

—Perfecto, claro. En seguida les traigo sus pedidos.

El empleado parecía nervioso. Cuando se retiró, me topé con Fabrizio estudiando mi semblante. Me sentí vulnerable de pronto, por lo que hui a su escrutinio. Después de unos segundos regresé a él y lo noté pensativo, con el ceño fruncido.

—No puedo tomar alcohol —me justifiqué. Intuyendo que le había llamado la atención mi elección.

—Me pareció. En la fiesta tampoco aceptaste ningún trago.

—No, debo evitarlo a como dé lugar —suspiré.

—Qué bueno que lo hagas, entonces.

—Sí. En este momento, gracias a Dios, llevo más de tres meses sobrio. Antes, había llegado hasta los dos años. Fue el período más prolongado de sobriedad desde que comencé a frecuentar Alcohólicos Anónimos. Venía haciéndolo bien, pero no es para nada fácil. A veces, uno es como una olla de presión, llega a un punto en que no aguanta más y recae. La noche en que tiré todo por la borda había sido... demasiado. Mi vida es muy complicada.

Hablar de ese tema me hacía sentir expuesto, difícilmente lo hacía, ni siquiera conmigo mismo. No sé por qué le conté aquello. Existían permanentemente dos voluntades contrapuestas luchando dentro de mí, que me dividían sobre cómo debía mostrarme. Ante él, no sabría decir la razón, pero me resultó imposible esconderme en el personaje de siempre.

—Esa noche de la que hablás, ¿fue la de tu... accidente?

Por el cuidado con que pronunció esa última palabra y la tensión en su mandíbula, me di cuenta de que intuía la verdad de lo ocurrido. Traté de que no notara la inseguridad en mis ojos, la culpa, el agotamiento. Pero no dejaba de contemplarme, por lo que, si aún era capaz de leerme, debía de saber exactamente en qué estaba pensando.

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