60. Zeta

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En principio respondió a mi beso. El roce de nuestros labios me transportó a un sitio que no había soñado. El corazón se me aceleró y un cosquilleo desconocido se adueñó de mis entrañas.

"Nos estábamos besando", pensé.

Después de tanto, estaba sucediendo.

Todos los miedos, todas las dudas, toda la culpa que había intentado solapar durante tanto tiempo, de pronto carecían de sentido.

Permitirme besarlo, me demostró que era eso lo que más quería, lo que siempre había deseado.

El tiempo pareció detenerse. Tomé mayor conciencia de la fricción de nuestros cuerpos, individualicé cada centímetro de su piel sobre la mía, nuestras respiración fundiéndose, mi lengua aventurándose en la humedad fibrosa de su boca.

Era eso, simplemente eso.

Lo había dicho Lilia: la batalla con uno mismo carecía de sentido; nunca iba a ganarla.

De pronto, todo se desmoronó cuando él apoyó una de sus manos en mi pecho y me apartó. Lo escudriñé, inseguro, con el pecho agitado y el temor comenzando a despertar de poco. Su gesto pareció ilegible por algunos segundos, aunque de inmediato reconocí el rechazo.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó.

—Perdón —tartamudeé.

—¿Por qué me besaste?

—Fue sin querer...

—¡¿Sin querer?!

Se deshizo de mí con ambas manos y se puso de pie.

Lo imité, avergonzado, sintiendo una culpa que no sabía de dónde había surgido.

—No sé por qué lo hice —intenté justificar.

—¿Estás jugando conmigo? —rio con sorna.

De a poco, la sorpresa en su expresión fue dando paso al enojo, a la exasperación.

—No quise ofenderte, Davo. Yo...

—¡¿Vos qué?! ¿En qué pensás? ¿Estás jugando? ¿Querés ponerme a prueba? ¿Ver si el maricón se reía de la joda o se deshacía en tu trampa?

—No, Davo...

—¡No tenés derecho, Fabrizio! No podés manosear lo que siento de esa manera.

—No estoy jugando.

—¡¿Y qué hacés?!

—Me dieron ganas de besarte.

—¡¿Para qué?!

—Para nada.

—Exactamente. "Para nada". Para después seguir con tu vida lo más pancho. ¿Querías experimentar? ¿Divertirte un rato? ¿Querés dejar de hablarme otra vez como cuando sospechaste que te había acariciado?

—No, Davo...

Se lo veía tan fuera de sí, que me acerqué para tratar de contenerlo, abrazarlo.

—Por favor... —marcó su espacio personal—. Zeta, ¿sabés cuántas veces me odié por no poder verte de la misma manera en que vos me veías a mí? ¿Sabés cuántas noches lloré, sintiéndome culpable por no conformarme con que fueras mi amigo? ¿Sabés la vergüenza que sentí durante años por haber provocado que quisieras alejarte? Lo lamento. Puedo entender que te surja la curiosidad o las ganas de divertirte un rato. Tal vez querer saber qué pasa, total nadie se va a enterar. ¿O es una broma? No lo sé, de verdad —se tomó la cabeza y se giró un par de veces como si buscara algo—. También yo podría aprovecharme de este arranque tuyo y sacarme las ganas de una buena vez, pero soy consciente de lo que vendría después y sé que terminaría destruido. Vos seguramente volverás con Carolina o quizá conozcas otra mina, una de las tantas que te andan atrás, pero yo quedaría hecho mierda. Una vez más volvería a pasar por lo que ya pasé. Y sí, lo siento mucho; sí te acaricié aquella noche. Lo hice porque estoy enamorado de vos desde que puedo recordar. Desde el día en que me rodeaste con tus brazos en el baño de tu casa queriendo protegerme de las palizas de mi viejo. O capaz que de antes, no lo sé; pero aquella noche, me sentí seguro por primera vez en mi vida; me sentí querido, cuidado. Y solo a tu lado he logrado sentirme de esa manera. Por esa razón luché contra mí mismo y quise conservarte cerca, pero no fue gratis: tuve que vivir con esta sensación que me va desgarrando acá adentro —se golpeó el pecho—; esta necesidad de querer verte aunque me vaya muriendo. Es doloroso aceptar lo que me toca.

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