Capítulo 1: Bahía

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El avión aterrizó cerca de las once y media de la mañana en Salvador de Bahía. La temperatura estaba arriba de los treinta grados, como para no decepcionar las expectativas de los turistas sobre el clima brasileño. El calor se hacía sentir. La fila de inmigración era larga, y el personal de seguridad separaba a las personas de acuerdo a su nacionalidad. Eso provocaba un razonable encono de los argentinos y también retrasaba el trámite de aduana. Sin embargo, poco había para hacer más que adaptarse a la tiranía burocrática de quien juega con localía. Los turistas eran simplemente billetes con patas para el personal de seguridad, por lo que no parecían demasiado predispuestos a escuchar sus reclamos.


En la fila se encontraba Narciso, con su morral negro, bermuda, y una chomba de color salmón. Con un auricular en la oreja, y otro fuera, trataba de escuchar lo que decía el personal del aeropuerto, con vago interés. Mucho menor era su interés por lo que tenían para decir sus compatriotas, que le daban cierta vergüenza. Muy lentamente la fila fue avanzando. Él preparó su documento, e intercambió las necesarias palabras con aduana:

- ¿Cuál es el motivo de su visita?

-Turismo- respondió con cierto nerviosismo.

Esos controles, y cualquier tipo de autoridad, siempre le generaban cierta paranoia. Creía que, por alguna cuestión azarosa, podía ser víctima de un uso arbitrario del poder. Quizás estuviera imaginando un escenario similar a los de Preso en el extranjero.

-Dame el documento.

Narciso se lo dio, y la mujer de aduana, robusta, de unos cuarenta años, de tez morena, comparó los datos de su computadora con el rostro del joven. Le lanzó una mirada escrutadora y luego, lo dejó pasar.

Ya recogidas las valijas, y cerca de la puerta de entrada del aeropuerto, un hombre sostenía un cartel con su apellido y el de otros visitantes. Era el conductor de la combi que lo llevaría a Itaparica, primero por tierra, y luego por barco y nuevamente por tierra. Reunidas todas las personas que esperaban, dos hombres ayudaron a subir las valijas a la combi.

- ¿Una propina para los valijeros? -.

- Mirá si les voy a dar propina por eso- dijo un hombre de unos sesenta años, que iba acompañado de una adolescente, y un chico de la edad de Narciso.

-Papá, te escuchan- respondió la adolescente, con los típicos síntomas de cringe que caracterizan a esa edad-.

Quizás Narciso no aprobara las formas del anciano, pero si estaba seguro que dar propina por eso no tenía sentido. De esta manera, comprendió la regla universal del turismo: hay que sacar la mayor plata posible a los extranjeros.

Ya subidos a la combi, se ubicó en el asiento más cercano al conductor. Se sentía como en una excursión escolar. La camioneta, afortunadamente, contaba con aire acondicionado. Era uno de esos mundanos utilitarios blancos bastante aptos para secuestros y nunca muy limpios.

El aire acondicionado era un alivio para esos treinta y cinco grados que se sentían fuera del aeropuerto.

El conductor, vestido con una camisa blanca, y pantalón de vestir, ofreció agua a todos los que estaban sentados. Curiosamente, no se trataba de una botella, sino de una especie de potecito de postre. Ese packaging sorprendió a Narciso, y le hizo preguntarse el motivo.


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