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Dios mío, estoy tan sola y a la vez tan acompañada.



La princesa de la Torre era un rosal. Un rosal o una enredadera. 

Porque cuando una flor se pudre, se marchita, se cae y a los pocos días renace otra flor igual de hermosa en el mismo lugar.

Tal vez eso era lo que sucedía con el corazón de la princesa. Las rosas le parecían preciosas, pero cuando quería alcanzar una y arrancarla, se hacía heridas en los dedos. 

Eso pasaba cada vez que alguien se acercaba a ella.

Y es que poco a poco sus flores se iban marchitando, hasta que alguien finalmente la arrancaba, y se hacía daño. Y al final se iba. Se iba para no volver.

Pero de ahí renacía otra nueva y joven flor, que iba creciendo como el amor de la princesa hacia las personas. Y se repetía. Se repetía la misma situación como una rueda. 

Daba vueltas y vueltas acerca de qué podía hacer ella para que la gente no arrancara sus rosas. Para que no se marchitaran, pero era imposible.

Había excepciones. Claro que las había. 

En esos casos las flores se seguían entristeciendo. Pero no las arrancaban. Las cuidaban, y después de una mala racha, las rosas de la princesa florecían con toda su elegancia y belleza para aquellos que no la habían arrancado. Esa era la mejor época de la princesa. Una época que se aproximaba, porque las nubes se acababan de ir. Las flores se habían caído y eso solo significaba una cosa para ellas. Que la princesa había renacido. Que pronto volverían a tener flores nuevas y preciosas adornando el jardín.

La princesa de la TorreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora