La primera vez que escuché a la abuela hablar de los monstruos, el tamaño de mi cuerpo me permitía caber dentro de los barriles vacíos que papá ocupaba para transportar el vino, no conocía ni letras, ni sílabas, y en mi vocabulario no existían palabras nada complejas.
Podía decirse que era pequeña.
Tal vez demasiado pequeña.
Y aún así, recuerdo esa tarde tan vívida como si se tratara de ayer. Desconozco si es un recuerdo importante, o lo mantengo únicamente porque es el último con ella.
Ese día fue diferente los demás. Al atardecer, la abuela bajó de su alcoba, raro en una mujer ermitaña que mantiene un aislamiento necio del mundo, de su familia.
Caminó tres veces por la casa, parecía buscar algo, tocaba las fotos en las repisas de madera, abría los cajones y las alacenas, sacando cualquier objeto que le resultara extraño o novedoso, murmuraba para sí misma, escupiendo palabras incoherentes, sin ningún orden o sentido, al menos para mí.
—Tom. —llamó al abuelo un par de veces. Mis padres fueron al campo y no podían verla perder la cordura, yo la seguía con la mirada, ocupando las sombras de refugio. —Tom.
Los muertos no responden llamadas, nadie, aparte del silencio y el leve arrullo del viento, le dio una respuesta.
—¿Dónde está? —llegó al cuarto matrimonial que compartían mis progenitores, arrasando con todo. —¿Dónde? ¿Dónde?
Dio con el baúl de los papeles importantes, uno a uno los esparció sobre el suelo, apenas leyendo las palabras en ellos.
Maldecía. Maldecía mucho.
Mamá dijo una vez que la abuela fue abandonada, ellas se quedaron atrás cuando el abuelo decidió irse detrás de un hombre vestido de blanco. Dijo que ese hombre se llevó a muchos más, les ofreció trabajo, la paga consistía en una cantidad que los libraría de las deudas, y el abuelo aceptó, sin saber qué una vez que se fuera, no volvería nunca a casa.
La abuela lloró mucho. Todavía lloraba, incluso en el momento que no encontró lo que buscaba volvió a llorar del mismo modo que yo al caerme de la cama la noche anterior.
Hizo una rabieta, pataleó, gritó, rasguñó la madera y la golpeó.
Se estaba lastimando, y me daba miedo, porque al parecer no le importaba.
Otra cosa que mamá mencionó era un secreto, el abuelo sí partió de la mano del hombre de blanco, pero una vez que tuvo el dinero comenzó de cero lejos del campo, lejos de la abuela.
Ella no lo aceptó, y fue allí que enloqueció, perdiéndose a sí misma por completo.
—Nessa.
Salté hacia atrás al escuchar su llamado. Su voz ronca y cansada, impregnaba las palabras con un matiz gris apagado, parecía floja para hablar, y a la vez sentía que deseaba decir mucho.
—Hija, ¿qué haces en la oscuridad? —me miró, creando una fuerte conexión de azul índigo y negro azabache. —¿No sabes que ahí habitan ellos?
Entré sin dudar a la habitación y encendí las luces. Se burló al verme, se rio con ganas.
Pero no importaba si mintió, porque el miedo que sentía, ya era real.
—¿Quiénes? —pregunté, aferrándome a la perilla de la puerta.
¿Quería escapar o bloquear la entrada de ellos? De las cosas que la abuela mencionó.
A la abuela pareció hacerle gracia mi actuar, ya que sonrió de nuevo, mostrando una dentadura falsa que en vez de confortarme, encendió una sensación agria en mi interior.
—¿Quiénes qué?
—¿Quiénes habitan en la oscuridad?
Las sonrisas de la gente están hechas para ser lindas, sin embargo, la de mi abuela... No podía considerarse linda, era aterradora.
—Ellos, los monstruos.
—¿Monstruos? —me pegué más a la puerta. —¿Qué clase de monstruos?
—Monstruos Nessa, monstruos como tú. —señaló mi figura con un dedo huesudo, lleno de cicatrices y gastado por los años y el trabajo en la tierra. —Monstruos como yo. Ojos y cabello oscuros, llevan la noche a su lado; esos, Nessa, son los peores. No lo olvides, porque, así como vinieron por él, llegará el día en el que vengan por ti también.
—¿Por mí? ¿Por qué? Yo... —Tragué saliva, tragué amargo. En mi pecho nacía un dolor por la mala respiración de mis pulmones, veía borroso, y, aparte de amargura, sentí el gusto saldo del agua de mar impregnarse en mi paladar. —Yo no hice nada malo abuela.
—No se trata de hacer o no hacer, se trata del poder, Nessa. Poder y más poder. Mientras haya humanos que codicien eso, habrá monstruos que vivan en las sombras.
Se levantó al terminar, llegó a la puerta y me revolvió el cabello, le dejé el paso libre para que saliera. Ni siquiera al escucharla volver a su cuarto pude respirar tranquila.
Una semana más tarde, murió.
No me dijeron porqué, tampoco quise preguntar.
¿De qué podría morir una persona sana que le temía a los monstruos?
Cerré mis ojos intentando olvidar sus palabras. Fue en vano.
Lloré mucho luego que se fuera.
Lloré su muerte, y lloré por las noches, lloraba si no quedaba una luz encendida, y lloraba por ver el color negro.
Lloraba, lloraba y volvía a llorar.
Y lloré más porque, aunque fue la primera vez que escuché a la abuela hablar sobre los monstruos, resultó que también era la última.
***
Dejé de crear tormentas con la promesa de mamá, asegurándome que cada cosa en el cuarto de la abuela pasaría a ser mía.
Entré feliz la mañana que me entregó la llave. Salí huyendo al ver a las ratas muertas en las esquinas, llenas de telarañas y polvo.
Regresé al mediodía junto a Conann. Se desmayó, y no pudo ayudarme a recoger los cuerpos de los animales, lo hice sola.
Limpiamos, y entre los dos encontramos muchas cosas.
Conann los nombró "tesoros". Me explicó que los tesoros son algo valioso y único, me gusta el nombre.
La abuela tiene muchos de esos tesoros.
Al irnos, el polvo nos cubría tanto que mamá tuvo que usar un plumero para limpiarnos. Estornudamos mucho, a la mañana siguiente la nariz de ambos era una cereza, el vecindario entero se burló de nosotros.
No volvimos al cuarto de la abuela por un largo tiempo.
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Ibris
ActionNessa Miller lleva una vida normal, rodeada de gente amable, mientras pasa sus días en una de las áreas verdes, que forman parte de la estrategia internacional, la cual, ayudó a prevenir el desbalance completo y la extinción humana por el calentamie...