VI: Tesoros

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La palabra "monstruo" cubría la mayor parte de la superficie gastada del papel, en las primeras líneas se repetía en una ordenada y perfecta hilera, con trazos delicados, suaves; la eme de la abuela finalizaba en picadas cortantes, y sus aes asemejaban círculos perfectos con colitas onduladas. 

Al pie de la hoja, en el desenlace de la plana, la misma palabra se representaba con un matiz distinto; rayones grotescos, que exponían la furia de quién movió la pluma, una grosería de trazos, caligrafía desenfrenada, oscura.

Monstruo.

Monstruo.

Monstruo.

¿Para la abuela no existían más palabras aparte de esa?

En la esquina inferior del desastre, encontré la respuesta. Un nombre, un conjunto de letras, que, aunque no decían odio, lo representaban.

Irwing.

Escrito una única vez, maldito con rojo que no pertenecía exactamente a la tinta, encerrado en un campo de alambres negros y monstruos deformes.

¿La abuela estaba loca enserio? ¿O era que nosotros no comprendíamos su realidad?

Afuera, en el mundo, no fue la única que mencionó a los monstruos y su escondite en las sombras. Afuera, aparte de ella, ¿alguien más conocía la verdad detrás de su demencia? ¿Detrás de lo que representaba "monstruo"?

¿Una bestia de garras y colmillos?

No.

"Ojos y cabello oscuros, llevan la noche a su lado; esos, Nessa, son los peores. No lo olvides, porque, así como vinieron por él, llegará el día en el que vengan por ti también."

Eso fue lo que me dijo en aquella ocasión. Los monstruos no te esperaban con garras y colmillos, los monstruos, al menos los de mi abuela, se escuchaban tan humanos como nosotros.

Recogí el pedazo de papel, y al hacerlo, mi atención se desplazó al segundo, después al tercero.

Tantas hojas llenas de tinta, sangre y monstruos. Menos el final.

Irwing reclamaba su lugar, mi abuela se encargó de dejarlo resaltar por sobre todo.

¿Qué tanto daño tuvo que hacerle esa persona para que la abuela lo aborreciera tanto?

Levanté la última hoja suelta, y el orden que llevaba en brazos regresó al suelo. La lluvia de papeles se extendió, reaccioné tarde, una vez más debía de iniciar de cero.

Sostuve entre mis manos la causa de mi descontrol, una ordenada ficha de datos, que pertenecían al abuelo. Sonreía en la fotografía, un rostro joven, enérgico y lleno de vida, en contra parte con la segunda imagen, dónde la delgadez de su figura se marcaba en los pómulos y el mentón, ya no quedaban sonrisas, las ojeras y el cansancio se encargaron de borrarlas todas.

La tercera imagen resultaba más precaria.

¿Seguía siendo humano? ¿Seguía entando vivo?

Ya no lucía enfermo, lucía muerto, pero el brillo en sus ojos marrones seguía titilando. No estaba muerto, no todavía.

El cuarto trozo fue el peor, si ese cuerpo le pertenecía a mí abuelo iba a ser difícil reconocerlo. De ser un muerto andante, recuperó de golpe la vitalidad perdida, era y a la vez no era él. Las bases familiares se mantenían, sólidas, sin embargo, el cambio destacaba. 

Observé con mayor detalle el documento, encontrando datos irrelevantes; peso, talla, edad, nombres, apellidos, y... Una firma, la figura de un colibrí atravesado por las espinas de una rosa, acompañado del sello en verde neón, que decía en letras mayúsculas:

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