Prefacio. Espectros a la aurora.

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❛ESPECTROS A LA AURORA❜

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❛ESPECTROS A LA AURORA❜

                         No pisaba más el suelo de Escocia, no olía más la hierba y el cardo, pero al menos tenía el paisaje montañoso que, aunque deseara, jamás sería el accidentado relieve de su tierra. Llevaba casi cuatro días viajando a caballo, en silencio asimilando su destino marcado como libertad bajo palabra, algo mejor que ser desterrado de su nación a algún lugar al otro lado del mar, mas no suficiente para regresarlo a la vida.

Su compañía no es silenciosa. El joven comandante y ya no más el alcalde de la prisión de Ardsmuir, Lord John Grey, lleva una conversación amena que requiere de su participación, la cual maniobra con destreza, aunque sin particular interés.

Devastado es la palabra que describe al enorme hombre marchito de cabellera sucia pero flamígera, que está sentado a horcajadas en el caballo, carcomido por años a base de comidas frugales, sin sueños placenteros y por años de vivir con el alma arrancada por la mitad. Se limita a contemplar el camino hacia el Distrito de los Lagos como un hombre indispuesto, o ciego, ante la belleza en frente suyo.

El crepúsculo se cierne sobre ellos y es así que sabe que John Grey está preparado para descansar. Han pasado un pueblo y se ven en la obligación de acampar en un claro en el bosque, lo suficientemente lejos del sendero escabroso que han seguido todo el día. El arrebol alumbra el claro, conforme coloca la madera necesaria para hacer una fogata hecha de lo único que no está podrido por la húmedad.

Tiene los músculos engarrotados por el viaje a caballo y el frío que su desgastada ropa no logra frenar, pero se acuesta en el suelo, envuelto en una manta que John Grey le ha proporcionado, entregándose a la suavidad del musgo debajo. Es lo más cómodo que ha estado en años, pues ha dormido en peores parajes, pero ahí entre los musgos y campanulas aromáticas parece el paraíso y lo siente como una compensación, una que no cree merecer.

El exterior no lo tranquiliza, si bien sus acompañantes sean únicamente su vigilante John Grey, los terribles mosquitos y las luciérnagas. Sin embargo, ha vivido muchas experiencias en la intemperie para confiar en la aparente tranquilidad, mas su vigilia eterna no puede ser mantenida con el perseverante cansancio de un hombre atormentado, así que se entrega al letargo: uno con sobresaltos, por el mínimo toque de las hojas que caen de los árboles, y con sueños, que interrumpen más que cualquier cosa su descanso, al transportarlo a un bello lugar seguro, pues en él los ángeles parecen querer sacarlo de su sufrimiento, dándole de beber néctar y de comer las frutillas más dulces que jamás podría describir sin volver a probar en la realidad, proporcionándole tiernas caricias que lo confortan más que la manta que lo cubre en el plano material, sin la mínima posibilidad de obtenerlo al despertar.

Despierta con la aurora, suavemente cálida sobre su piel curtida ensuciada con tierra y, por un momento, se deja llevar por el engaño de que es su amada perdida tiempo atrás quien acaricia su mejilla chupada por la carencia. Pero un sonido lo saca del trance; son voces que, al principio, marean sus sentidos hasta creer que alucina, mas están bien presentes. Son tres timbres distintos, femeninos, con extraños acentos que no sabe ubicar geográficamente por la mezcolanza del que están hechos; una de ellas habla en voz baja, nerviosa, y las otras dos hablan alto, con diferente nivel de fuerza, más una destaca por la convicción que expresa de encontrar pronto una salida a su problema.

Se incorpora, alerta. No se percibe en peligro, si bien busca con la mirada cérulea de un géiser activo a las dueñas de las voces. Está sudando frío, su cuerpo tiembla por una excitación desconocida y camina lento, tanteando el terreno, importándole poco dejar atrás a John Grey. No es necesario, de cualquier forma, que se aleje de su campamento; visualiza tres figuras adentrándose en el claro, que se detienen en sintonía apenas sus miradas se encuentran, dos brazos protectores emergiendo de la mujer de en medio, como barrera entre él y las demás.

Pensaría que está viendo triple, de no ser por la diferencia de estaturas en las figuras, sus extraños ropajes que difieren entre ellas y no son aptos para señoritas al exterior y el halo brillante que parece coronarlas, producto de los rayos de sol que iluminan sus cabellos despeinados de distinto color. Su corazón da un vuelco y se siente transportado a hace más de una década, cuando un evento así de inusual cambió su vida. La mujer de en medio se adelanta por un par de pasos y pronuncia, en voz con una seguridad tambaleante—: ¿Quién es usted?

Y él, sin apelar a todo sentido común que le pide a gritos mentir y pensar en la persona que lo escolta, responde—. James Fraser, mnathan.

 James Fraser, mnathan

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