iii. Orla Darling contra el mundo.

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❛ORLA DARLING CONTRA EL MUNDO❜

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❛ORLA DARLING CONTRA EL MUNDO❜

28 de Septiembre, 1997

                         Quiere gritar y lo hace, ahí, en el baño de la comisaría de Allerdale, Cumbria. Sucia, llena de lágrimas y esperanzas, llena de decepciones, continúa gritando hasta que de su garganta brota un quejido lastimero y tras la puerta escucha la voz del oficial Crane preguntándole si está bien.

Pero nada está bien, incluso si ese hombre se encuentra ahí por su bienestar y no para silenciarla, siendo el único de toda la oficina de policía que constantemente acude a tranquilizarla, en ese mar de uniformados que solo quiere que se vaya y acepte la ineficacia del sistema de justicia y los crueles designios del universo.

Ha pasado una semana entera desde que presionó para lanzar la alerta de desaparición para sus tres mejores amigas. Una semana desde que gritó y perjuró en una plaza de Allerdale para llamar la atención de la multitud y así, ser acompañada a reclamar para que tomaran su caso en serio, pues recién la habían despachado tras entregarle el monovolumen de su amiga y clamar que las borrachas eran de lo peor y no podían hacer nada por ellas, dado que regresarían tarde o temprano. Pero no regresaron y, en cambio, octubre les pisa los talones.

No ha hecho más que llorar y dormir en la camioneta, salir a enfrentarse a otra racha de corajes en la comisaría de policía y quedarse hasta bien entrada la noche para presionar. A su rutina solo la interrumpe cualquier búsqueda que se realice en los alrededores de Castlerigg, junto a las protestas al National Trust que, de acuerdo a la creencia popular, deben estar tras las desapariciones.

Viéndose al espejo, nota los estragos de la semana y comienza a pensar cuán diferente sería todo si tuviera a alguna de ellas a su lado. Sabe que serían una fuerza de la naturaleza, que derrumbarían el crómlech entero si acaso estuvieran bajo las rocas, escondidas.

Si Blanche estuviera a su lado, probablemente habría movido infinidad de hilos que ni siquiera sabría que se podían mover, le habría exigido dormir y comer bien y mientras estuviera en eso, habría hecho todo un discurso que movilizaría a Cumbria, si no a Inglaterra entera. Si Flora se quedara, se abrazarían al dormir con la promesa de un porvenir resuelto, despertaría la simpatía del más inútil de los policías y la búsqueda habría comenzado de inmediato. Y si Synnove estuviera con ella, ya habrían arrasado con Castlerigg entero solo por sus amigas, habrían buscado por cuenta propia a todos y cada uno de los visitantes de la atracción ese día y los hubieran interrogado.

Pero solo está ella. Es Orla Darling contra el mundo, aquel que le dice que se fugaron sin ella a la frontera o que intenta convencerla de que ya no es una búsqueda, sino el rastreo de tres cuerpos. Y solo está ella, que sabe armar revueltas para atraer la atención de los indiferentes, pero que no le garantiza que encontrarán a sus amigas.

Tiembla de impotencia pero espabila, yergue la espalda y se mira al espejo, con el ceño fruncido. Se encuentra derruida por las circunstancias, pero cuerda y decidida: una mano se acerca a la llave de agua para abrirla e interceptar un chorro con el cual lavar su rostro, mientras que la otra aprieta las llaves entre sus manos, sabiendo que están cerca de averiguar que les falta un juego de llaves de las celdas.

Que la perdone el oficial Crane, pero citando a sus compañeros, las llaves estaban a la vista y cualquiera puede tentarse a tomarlas. Así como tres turistas inocentes.

Abre la puerta del baño y ahí está el oficial de policía, que la mira e invita prontamente a acompañarlo hacia su escritorio, donde se ha pasado la semana esperando noticias. Mas Orla no quiere aguantar un día más de comentarios pasivos y un ir y venir de testigos que no son el National Trust respondiendo al claro hecho de que sus amigas desaparecieron en el terreno resguardado por ellos, así que pasa de largo y teme que el tintineo de las llaves la delate, pero el oficial Crane permanece en el mismo lugar, con una expresión de extrañeza que intenta adivinar sus movimientos. Mas aún no la conoce lo suficiente para saber a qué punto puede llegar a obrar.

Pero lo hará.

Con mano temblorosa se acerca a las celdas de la oficina, donde permanecen algunas horas aquellos con cargos por alterar el orden público, principalmente borrachos que al escucharla abrir la puerta, se asoman con curiosidad.

—¡Inútiles! ¡Todos ustedes aquí son inútiles! —exclama con rabia, dando la espalda a los presos—. ¡Ya que pierden el tiempo tragando como cerdos, veamos qué tal les va haciéndose cargo de ellos!

Ninguno en la celda parece necesitar de más palabras para salir e iniciar el caos. Pronto, papeles vuelan por el techo del lugar y botes de basura surcan como bombas por las cabezas de los policías, poco preparados.

Sabe que, por lo menos, le esperan unas horas en la celda con esos hombres, borrachos y dispuestos a una revuelta ante el mínimo incentivo. Y es así que, por primera vez en la semana, ve al capitán del precinto movilizarse, dirigiéndole una ácida expresión cuando levanta el teléfono.

Se siente realizada, incluso aún cuando el oficial Crane la agarra por los hombros y murmura que, tarde o temprano, le llegará una condena.

—Si con eso encuentran a mis amigas, estoy dispuesta a ir al purgatorio.

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