Capítulo uno: Vestido y zapatos

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Capitulo 1: Vestido y zapatos.

— Lo siento, bueno, en realidad no lo siento: yo siempre le fui sincero y realista sobre esta situación.
— Eres un imbécil, Eduardo Ruthman.
— Y ella una ilusa.

Me senté en el mueble de mi departamento y le di un trago excesivamente largo a mi cerveza y contemplé a mi mejor amigo, Max Martin, que ordenaba todo el caos que causó la chica con la que la noche anterior tuve sexo, cuyo nombre ya olvidé, por supuesto.

— ¿Sabes? Si no piensas cambiar esta manera de vivir tan tuya, por lo menos limpia el desastre que ocasionan las chicas con las que te acuestas— me soltó Max con un deje de impaciencia.
— Como bien te dije hace un rato: yo siempre he sido honesto con ellas, no es mi culpa que ellas confundan todo después de echar un buen polvo y quieran más que eso. — hice una mueca y añadí antes de sonreír—: Y qué va, me encanta ver cómo realizas los trabajos del hogar.
— Eres un imbécil.
— Ellas unas dramáticas y tú quejica. Así es el mundo.
— En fin ¿viste que tenemos nuevas vecinas?
Se sentó en el mueble gris que estaba frente al mueble donde me encontraba y me miró con una ceja enarcada.
— ¿Cómo lo sabes? Apenas llegamos ayer.
— Porque hoy me encontré a una de ellas subiendo un montón de bolsas por las escaleras — abrió una bolsa de Ruffles y empezó a comer—. Le pregunté si era nueva, hablamos, y da la casualidad que viven justo frente a nuestro departamento.
— Y tú, como buen caballero, la ayudaste con las bolsas — lo acusé y el solo se limitó a sonreír.
— Van a cursar el primer año en la universidad.
— ¿Y qué tal son? — inquirí con curiosidad.
— Realmente guapa.
— Espera ¿no me dijiste que son dos?
— Sí, pero solo conozco a una, que fue con la que me crucé. Me dijo que su amiga no estaba en ese momento.
— Si nos dejamos llevar por tus gustos, andaríamos con mojigatas — resoplé.

Max tenía los gustos más extraños: pudiendo estar con cualquier chica, prefería salir con las más sosas que existían a nuestro alrededor.
Lo conozco desde que teníamos cinco años, y hemos estado juntos desde entonces.

Cuando llegamos a esa etapa de la adolescencia, nos dimos cuenta que todas  las chicas babeaban por ambos, por mi parte, aproveché dicho don divino, pero Max hizo todo lo contrario.

Él se limitaba a rechazarlas con cortesía porque prefería a las que nadie notaba.

— Llámalas como quieras, pero ellas me parecen más autenticas que las que tú prefieres.
— Bah, suenas a mi abuelo cuando tiene su momento cursilón — él rió y se levantó. Yo solo suspiré.
— Bueno, colega, yo me voy a mi cuarto, necesito revisar el horario.
— Pero si estamos en el segundo año de la universidad, tomate un respiro. Las clases empiezan la semana que viene.
— Tú pides la cena. Quiero pizza con piña — dijo ignorándome, claro, y desapareció al cruzar el pasillo hacia su cuarto.

Cogí una franela azul cielo, y me la coloqué rápido para ir a por un cigarrillo.

Ya fuera, en las escaleras, encendí un cigarrillo, y di la primera calada.
Solté el humo y me concentré como este se elevaba hacia el cielo, contaminando el medio ambiente y mi sistema respiratorio.

Otra calada.

Observé la ventana de enfrente y vi que la luz estaba encendida; escuché música: Maná.

Supongo que a las nuevas vecinas les gusta el rock barato.

Otra calada y seguí mirando fijamente la ventana, quizás esperando que una de ellas se asomara y me saludara.
Otra calada y recosté mi cabeza en la pared de mi departamento y observé el cielo: estaba realmente estrellado y había luna nueva.

Otra calada, la ultima. Cerré mis ojos y escuché un carro estacionar justo frente al pie de la escalera.
Dirigí mí vista hacia la camioneta gris y observé a tres chicos y una chica bajar de la misma: la chica abrazó a cada uno por turno y se dio la vuelta para empezar a subir las escaleras con la vista fija en el piso.

La camioneta se marchó y la escuché tararear:
— Taran-taran, taran, tarantarantarantaran-tararara.

La melodía de la pantera rosa.
Ella empezó a subir los escalones prácticamente danzando al ritmo de su tarareo: cruzó los tobillos, dio un paso a la izquierda y se deslizó, subió otro escalón y repitió los movimientos pero esa vez a la derecha sin dejar de tararear.

Su cabello era corto, por los hombros, de un castaño oscuro con un matiz rojo muy leve. Llevaba puesto un vestido azul marino con flores blancas en el estampado. En su mano derecha tenía un celular — seguramente el de ella— y en su mano izquierda llevaba unos zapatos blancos.

Esperen… ¿los vestidos no se usan con tacones o sandalias? Eso era nuevo.
La chica dejó de subir los escalones y de tararear faltándole solamente dos peldaños.
Le escuché reír por lo bajito.
— Dime que los viste todo, por favor.

De estrellas y otros eclipses Donde viven las historias. Descúbrelo ahora