Capitulo 20: El romanticismo nunca debe faltar.

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Corrí dos cuadras sin parar ni un segundo para tomar un respiro.

La busqué a ella y al señor borracho, con la ilusión de encontrarlos juntos, aún sin saber por qué Camila reaccionó de esa manera al mencionar al señor.

Mi mente iba maquinando distintas opciones y una de ellas, quizás la más acertada, era la siguiente: Camila era del tipo de personas que le regalaba dinero, comida y ropa a las personas necesitadas que se encontraban en la calle todos los días. Iba muy bien con su manera de ser. Quizás al escucharnos hablar sobre un hombre borracho y solo en la calle, se preocupó, y le llegó la idea a su cabeza de darle comida para pasar la resaca.
Caminé alrededor de unos diez minutos, deteniéndome en cada esquina, en cada entrada de un callejón, en cada tienda con un toldo para refugiarse de la húmeda neblina, hasta que la encontré, recostada en el ventanal de vidrio de una floristería.
Estaba agachada, con la cabeza entre sus rodillas, tratando de tomar aire después de haber corrido casi tres cuadras.

Iba descalza, con un pijama azul y rosado. Su cabello iba sujeto en una peineta, pero tenía varios mechones sueltos.

A medida que me iba acercando a ella, la escuché murmurar distintas palabras, pero no llegué a descifrar ninguna.

Sollozos salían de su garganta, y en una fracción de segundos se pasó el interior de su muñeca por los ojos, para eliminar el rastro de algunas lagrimas.

Se veía frágil. Indefensa. Débil.

Me acerqué, me agaché frente a ella, y coloqué mis manos sobre las suyas, que se encontraban en sus rodillas. Froté con suavidad sus nudillos y presionó con más fuerza las palmas de sus manos, haciendo visible las marcas en su mono de pijama.

No le pregunté por qué lloraba.

No le pregunté por qué había salido corriendo de esa manera.

No le pregunté por qué le afectaba tanto el estado de un hombre borracho cualquiera.

Solo me quedé allí, agachado frente a ella, rezándole a las estrellas para que no llegara nadie a querer hacernos algo, y eso era porque, sinceramente, no tenía fuerzas para pelear, ni para discutir, ni siquiera para defenderme y defenderla con simples palabras. Me sentía agotado. Y no era por no haber dormido bien durante una semana, tampoco era por haber pasado toda la noche tomando con Max para luego ir y encontrarme con este drama alcoholizado y de madrugada: era por ella.

Porque la chica que había conocido varios meses atrás, siempre vivaz y feliz, siempre sonriente y alegre, siempre esperanzadora y llena de vida, la tenía justo frente a mí, totalmente triste, en una de las calles de esa enorme ciudad, a las cuatro de la madrugada sentada en la acera, llorando por algún borracho entre muchos, faltándole el aire en pequeñas fracciones de tiempo, con su cabello pegado a su cara por las lagrimas, y eso, justo esa situación, me parecía triste. Agotadora.

Y me hacía sentir débil ver a esa chica, de la que me estaba enamorando con cada gesto, totalmente deprimida por algo de lo que yo no estaba enterado. Y eso era lo que más me lastimó de esa situación: no saber qué pasaba y, por ende, no saber que decir para animarla.

Le rodeé los hombros con mi brazo derecho al sentarme junto a ella. Camila no despegó su cabeza de en medio de sus rodillas. No se inmutó cuando la abracé. No hizo ningún gesto cuando mencioné que aún se veían algunas estrellas.

Mi intención no era persuadirla para que dejara de llorar, o que me contara lo que estaba pasando, o que me dijera por qué lloraba por un señor borracho a las cuatro de la madrugada. Solamente hice lo primero que se cruzó por mi mente:

De estrellas y otros eclipses Donde viven las historias. Descúbrelo ahora