Coaxiguey

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Crismaylin corría con la respiración agitada, un nudo de ansiedad le estrujaba el pecho. Nadie podía obligarla a hacer nada que no quisiera, y el matrimonio era parte de eso. Notó algo frío que descendió por su mejilla, era una lágrima.

Era injusto toda su situación, atrapada en un tiempo primitivo, a un pelín de morir degollada y para rematar su mala suerte se entera del complot de un grupo de psicópatas llamados Reescribas.

Sin embargo, lo peor para ella fue darse cuenta de que su esfuerzo en ser una antropóloga de prestigio hubiera sido en vano. Llevaba unas pocas semanas y lo que pretendía conocer era toda una mentira.

En resumen, Crismaylin tenía un trauma cultural y emocional.

El matrimonio entre los taínos contaba con unos rasgos un tanto peculiares. La función de la mujer era tener hijos y ser propiedad de su esposo, algo incompatible para los principios de Crismaylin. La fidelidad debía de ser mutua y el adulterio era castigado con severidad.

Cuando decidió huir, no le importó lo que pudiera pasar en el trayecto. Aprovechó que los hombres andaban drogándose y las mujeres entregadas al baile; a diferencia de las bodas de su tiempo, la novia no era el eje central de la celebración, las drogas sí.

Descendió por un tramo empinado y se vio obligada a agarrarse de las ramas, ya que contaba con una alta posibilidad de desnucarse, recordó lo difícil que era caminar o correr por un sendero sombrío, llenos de piedras puntiagudas y espinas con sensores de movimiento.

Desorientada tomó caminos al azar que no la llevaban a ningún lugar en específico, incluso llegó a pensar que estaba dando vueltas en el mismo sitio porque por más que corría todavía podía escuchar a lo lejos el sonido de los tambores sin ritmo y risas psicodélicas.

Solo el ululato de las lechuzas la acompañaba, cruzó una mata de arbustos, despacio, entonces pisó en falso, resbaló, rodó boca abajo. Intentó ponerse de pie, sintió un dolor punzante en el tobillo, temió que hubiera sufrido de una torcedura.

Oyó un fuerte y agonizante gemido, se apoyó de unas ramas para levantarse. Temió que un taíno a causa de los efectos del Cohoba se hubiera lastimado, tal vez fracturado algún hueso. Quiso alejarse, sin embargo, su conciencia le comenzó a molestar.

Se guio por los sonidos que iban en aumento, apartó con sus manos unos matorrales y abrió la boca, sorprendida, cuando reconoció a Ararey remeneando bien la retaguardia de otro taíno.

Esos gruñidos no eran de dolor sino de placer. Según Fernández de Oviedo, la homosexualidad estuvo generalizada en las Antillas, pero Bartolomé de las Casas, lo negó. Ahora Cris comprobaba los hechos de primera mano.

Los misioneros católicos y colonizadores divulgaron a los taínos como seres sin un orden social, les llamaban salvajes, en su término más peyorativo; sin embargo, las sociedades indígenas no permitían ciertas prácticas como, las violaciones, el incesto, la pedofilia y el adulterio. Y aunque consentían la poligamia, era solo en el caso de los caciques. No castigaban la homosexualidad como un acto entre adultos y por mutuo consentimiento.

Ararey emitió un fuerte gemido de satisfacción y su compañero soltó una profunda y somnolienta carcajada al finalizar. Cris quiso darse la vuelta, pero el crujir de las hojas secas los alertó de su presencia. No supo qué decir al verse pillada, las palabras murieron en su boca.

Jeticaco—expresó Ararey con desprecio.

Había una expresión de enojo en su rostro. Conocía el significado de esa palabra: "persona de ojos negros" lo usaban de forma despectiva; por lo visto no eran muy creativos a la hora de generar insultos.

Atrapada en el tiempo con el último de los taínosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora