Dejarse llevar

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Después de lo ocurrido con Tanamá, Crismaylin se dedicó a aprender sobre el verdadero comportamiento de los aldeanos. Decidió que redactaría un libro que iba a revolucionar la percepción que el mundo tenía de ellos.

Gracias a los masajes y cuidados de Turey, la hinchazón de su tobillo fue desapareciendo, y pudo de a poco caminar sin sentir tantas molestias. Además, le enseñó a cómo cuidar de los animales, técnicas de cultivo y para deleite de la viajera le relató leyendas, las cuales intentaba memorizar.

Así mismo, le encantaba ayudarlo a repartir las pequeñas figuras que tallaba para los niños. Lo cierto era que el pueblo trataba a Turey bien siempre y cuando no estuviera Coaxigüey cerca, de lo contrario, se mantenían alejados.

Por primera vez desde que viajó se sintió reconfortada y segura. Dormir junto a Turey le ayudó a ahuyentar los demonios que traían consigo la imagen de Gabriel. Sin embargo, el tiempo que pasaron juntos les sirvió para conocerse, no solo las cosas que tenían en común sino también sus grandes diferencias.

Por ejemplo, Cris había probado de mil formas encender y mantener el fuego, incluso les oró a todos los santos y ni así pudo y cuando lo logró casi calcina la choza. En la cocina era un fiasco, los alimentos o no se cocían bien o terminaban quemados. No iba sola al monte a hacer del dos porque tuvo malas experiencias, la primera se topó con una culebra y la segunda cuando se irritó el trasero al frotarse unas hojas de roble.

Al principio Turey intentó quedarse callado, le oraba en silencio a la diosa Atabeyra para que le diera sabiduría. No era fácil mantener los cultivos, pero fruto que le llevaba cosa que quemaba. Su paciencia se le estaba agotando.

No sabía cocinar, mantener el fuego, ni cocer mucho menos hilar. Por las noches le gustaba colocarle los pies fríos sobre su piel, y todas las mañanas al despertar de su trasero expulsaba un olor pestilente. Cuando estuvo en sus días de mujer tuvo que buscar cortezas de coco, cáscaras de maíz y algodón, soportar su mal humor y acompañarla por largas horas mientras se sentaba en el río que se llevaba todo lo que expulsaba.

A Turey le dolían las costillas y la espalda por haber dormido tanto tiempo en el suelo. Llevó algodón para que le confeccionara una hamaca y alegó que no sabía cómo hacerlo. En ese momento pensó que le hubiera sido mejor unirse a Takini, por lo menos ella si sabría manejarse con los asuntos del hogar.

El taíno se fue a la parte trasera de la casa donde estaba su barbacoa, una especie de tienda sin paredes techada de palmas, las cuales construían cercanas a los conucos para espantar a las aves de los maizales. Había limpiado el algodón, alineado las fibras y aplanado para ordenar los filamentos.

Turey al sentir a Cris le pidió que se acercara. Le mostró a como sujetar una hilaza en los extremos por cuerdas de cabuya, además de trenzarlo; para eso se colocó detrás de ella, cubrió sus manos sin tocarle la espalda con sus pectorales.

Cris resopló nerviosa sin quitarle el ojo de encima, se le atascó la respiración por el contacto de los dedos de Turey sobre su piel.

—Como arañas —susurró en su oído—. Tejer sin prisa, despacio.

La cercanía de su voz le provocó un repentino rubor. Una marea de nervios aleteó en el estómago, se le atoró la respiración al sentir su aliento en la nuca.

—Así lo haré. —respondió aclarando su garganta.

Cris se volvió, y sus miradas se encontraron. Turey le sonrió y ella no fue capaz de articular palabra. El taíno poseía un lindo color de ojos, negros como una larga noche que evocaba todo lo misterioso junto a las fuerzas ocultas de lo desconocido. Fue él quien rompió el embrujo. Con cuidado de no rozarla, pasó por su lado y empezó a trabajar la tierra.

Atrapada en el tiempo con el último de los taínosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora