El protocolo adoptado por don Julio, antes de descargar la información respecto a cada objetivo, consistía en que debía aceptarse primero la misión. Contrario a ello, el sistema no suministraba más datos que los concebidos en el mensaje; pero ni siquiera estos se dejaban copiar, imprimir o guardar en otro archivo: Don Julio tenía a disposición un sistema de seguridad que bloqueaba cualquier intento de reproducción si antes no se aceptaba el pacto. La primera vez que lo descubrí no pude evitar una mueca de falsa identidad, pues recordé la forma como operaban los personajes de Misión imposible cuando les asignaban una tarea: la cinta se autodestruía cinco segundos después de ser expuesta.
Es cierto que no soy un filántropo ni pretendo serlo nunca. Los motivos que me han guiado a tener una doble cara no se rigen por esta clase de hipocresías mediáticas. Y este planteamiento lo abordo para confesar otra verdad: nunca había conocido más allá de lo necesario del objetivo; bastaba imaginar lo peor de él para asestar el golpe; suponer que era un enemigo mío con el rostro oculto, o una alimaña como aquel administrador de hotel que resultó, después de muerto, ser un violador y asesino de adolescentes, y en cuyo prontuario ya figuraban más de veinte culpas.
Por esa razón no dejó de causarme escozor conocer mi nuevo blanco: un hombre de masas, de fervientes masas sin lugar a duda, a las que cautivaba con la palabra y su grandilocuencia de sabio; un hombre lleno de títulos que por donde pasaba debía ser observado o acosado como un actor de cine hollywoodense. Por primera vez una sensación de vacío me dio vueltas en el estómago, lo reconozco. Y no por miedo o intimidación, sino por ser él quien era, o al menos lo que mostraba ser.
¿Matar al escritor brasileño? Algo debió hacer este hombre para que don Julio emitiera esa orden, fue lo que mejor pude presumir ante la chispa de una disyuntiva que, lejos estaba yo de imaginar, marcaría como nunca mi vida.
No obstante —no sé por qué fui tan grotesco al imaginarlo, transgrediendo lo confiado por don Julio en cuanto a que pareciera un accidente— me vi metiéndole la pistola en la boca, apretando el gatillo con sutileza de pianista, y luego sus sesos esparcidos en el fondo de una pared; me vi enviándole un libro bomba a su casa, tal vez Los versos satánicos, de Salman Rushdie, y hasta me pareció escuchar la detonación destrozándole los órganos y reventando ventanales; me vi justo en el instante en que su cabeza rebota como pelota de tenis al recibir el impacto de una bala calibre 7,62 mm., disparada desde un fusil de francotirador US Army XM-110, a 500 metros de distancia, a la salida de una sala donde minutos antes firmara libros. Pero me vi también perseguido por los organismos secretos del mundo, odiado como nadie, ofreciéndose una considerable recompensa por mi cabeza. Me vi, cómo no decirlo, pidiéndoseme en el diario o la revista donde escribo, hacer un panegírico de su vida y obra. Pilatos y Jesucristo parecían el ejemplo por seguir en esa redención.
Moví el cursor en la pantalla hacia las dos opciones que tenía. Oprimí la tecla Enter. De inmediato los datos del autor comenzaron a grabarse en la memoria de mi equipo. Al fin de cuentas, en este oficio, si puede llamarse así, no hay lugar a estremecimientos de favorabilidad o de vacío. El sentimiento de ignorar lo que nos rodea, así como el miedo, nos hace fuertes, nos cubre con un manto a prueba de innumerables embates. Es la coraza que los humanos adoptamos para defendernos de algo que no precisamos explicar. Una coraza idéntica a una pizarra donde hoy se escriben los actos buenos y los malos, y mañana, como de un tirón, se borran para recomenzarlos sucesivamente en el tiempo.
Llevé ambas manos sobre mi cabeza con cierto gesto de reproche, al pensar en todo aquello, mientras iba quedando en la impresora el resumen de la vida del personaje.
Una víctima más, así debía asumirlo, para ser más sensato. Dicho de otra manera: tendría que ignorarlo, asumir que era un dato más sin nombre, sin historia, sin rostro en mi estadística personal. Yo solo debía hacer lo de siempre, sin mirar atrás, sin entrar en cuestiones éticas, retóricas o morales, sin mostrar en ningún momento debilidad humana. Sabía que el misterio que rodea una muerte puede traspasar cualquier frontera, cualquier imaginario, cualquier fábula, y la del personaje lo haría mucho más. Sabía, por demás, que debía ser un crimen tan limpio, que ni una mente deductiva como la de Sherlock Holmes o C. Auguste Dupin, si estuvieran entre nosotros, pudiera explicar. Algo tan perfecto como los asesinatos de Jack el Destripador, cuya identidad, tras más de cien años de historia, nadie ha podido esclarecer.
Me apresté a salir de aquel encierro con una rapidez desobligante, guiado por un impulso que no acerté a identificar si era de fastidio o de frustración. En La Invención de Morel, Bioy Casares sugiere que el mundo está constituido por sensaciones; yo advertí un íntimo enlace de ellas dentro de mí.
De momento no deseaba leer nada más del personaje; al subir a mi vehículo pretendía borrarme su nombre de la memoria, hacer que no fuera el autor que todos conocían o el que yo debía eliminar. ¿Qué me estaba pasando? ¿De cuándo acá una circunstancia igual relativizaba mis actos? La boca del estómago me ardía como si me preparase para asaltar un banco con una pistola de juguete, o fuera a saltar de una avioneta con un paracaídas de dudosa factura. El intento de poner mi mente en blanco era vacuo, inútil, sorprendente, extrañamente inútil, pues en las calles por donde transitaba, aparte de los atroces trancones de una ciudad enferma por los fragores del tráfico vehicular, pregonaban los títulos de sus libros piratas con la misma intensidad que ofrecían minutos a celular o sombrillas para el invierno. Lo anunciaban, valga decirlo, como si fuera el apóstol de un nuevo orden mundial, o el amigo íntimo o imaginario que todos tuvimos alguna vez.
Tras ese panorama me dirigí al periódico, capoteando también a un conductor de buseta que, lo digo sin conmiseración, representa su gremio el mayor peligro para la sociedad que obligadamente utiliza las calles para ir de un lugar a otro.
Allí, en la sede del periódico, me quedé toda la tarde. Y volví a respirar.
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Instrucciones para asesinar al escritor
Mystery / ThrillerUn periodista que lleva una doble vida, es contratado para asesinar a uno de los escritores más importantes del mundo. Los motivos del asesinato se van develando en la medida que el asesino empieza a cuestionar lo que hace y las órdenes de su jefe. ...