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Lew Archer, de donde nace lo que podría denominar mi alter ego, es el protagonista de una serie de novelas policiacas a comienzos del siglo XX, en Estados Unidos. El personaje, creado por Kenneth Millar, además de preocuparse por los problemas de la sociedad en que vivía, tenía un especial código de ética: imponer justicia y permanecer fiel al cliente. Esto lo hizo especial ante mi perspectiva de lo que debía ser un hombre. La diferencia, sin más dilaciones, es que Archer es un detective, y yo no.

Las novelas policiales, negras o de enigmas, desde Poe hasta Fonseca, desde Conan Doyle, Dashiell Hammett, Raymond Chandler hasta Agatha Christi, Patricia Highsmith y Vásquez Montalbán, han estado presentes en una tercera parte de mi vida. Las lecturas de estas novelas, que para muchos deben sonar ridículas y poco valorativas, me permiten, sin que se vuelvan pérfidas o morbosas "satisfacer esa necesidad de desdoblamiento psicológico que todos llevamos dentro, sin poner para eso en acción todos los recursos sentimentales ni la preocupación patética que exige la novela oficial". Lo que escribo entre comillas son palabras del gran humanista mexicano Alfonso Reyes. Él también descansaba del rutinario golpeteo de los días, sumergido entre las lecturas de un crimen de cuarto cerrado.

Recuerdo que en un intento de resistencia para abandonar la infancia —tendría yo doce años—, visitaba de tarde en tarde una zapatería donde su propietario, un señor malogrado por los años, encanecido, encorvado y extremadamente delgado, alquilaba revistas de esas que ahora solo tienen los coleccionistas. Pagaba un peso por cada cómic que quería leer. Y allí encontré a Juan Sinmiedo, a Starman, a El Santo, a Supermán, a Arandú, a Kalimán, a Memín, entre otros personajes de historieta que me hacían pensar no en ser el astronauta ni el médico o el bombero que mis demás compañeritos de clase imaginaban ser cuando grandes, sino en convertirme en un superhéroe o en alguien que combatiera el mal, motivado por un ideal tan noble como ilusorio. Y aunque no seguí fiel a este propósito, sí debo destacar la importancia de aquellas lecturas para adentrarme en el laberinto de las historias policiacas, en esto que he terminado por ser y hacer...

Decir que mi oficio no se vuelve personal cuando llega el momento de apretar la cuerda o el gatillo, es una necedad, porque soy yo el artífice material de ese hecho, porque es mi mano y mi decisión final las que ejecutan con apetito tal acto. No obstante, por salud propia, elimino esos lastres mentales de moralidad o de espiritualidad; imagino a mi víctima en los actos más inhumanos que lo hacen merecedor de tal destino (aunque algunos periódicos sean muy veleidosos sobre ello), y me hago a la idea, asumiendo una lógica cartesiana, que en mi acto de victimario no hay impotencia ni castigo divino posible: mi mente entra en un campo de deliberado silencio como un ritual de paciencia y lucidez; me dejo llevar por una intuición platónica que cualquiera señalaría de romántico anacronismo; pongo, con "paleta de Goya" en mano, un matiz artístico al acto final por el cual se me ha pagado, pues la muerte no debe ser más que otra forma de vida, y propendo porque así sea.

No es mi deseo ser considerado un asesino que mata por capricho o por impulsos inmanejables —aunque esto que digo puede ser reprochable, dependiendo del lado en que uno se encuentre, del ojo que lo ve—. Reitero, sin hacer una apología del delito, que solo asesino por contrato, sin preguntar por qué, sin cuestionar el método, sin adentrarme en marasmos filosóficos o morales como ya he dicho. Llámese confianza excesiva o justificación de causa, sé —o creí saber— que mi cliente era también movido por un espíritu libertador riguroso, metódico, humanista (en el sentido de tomar la justicia por propia cuenta ante tanta impunidad), y cuyas víctimas tenían un desproporcionado pie sobre la cabeza de alguien, aplastándola en el lodo sin ningún tipo de contemplación.

Ni él ni yo somos una especie de Robin Hood moviéndose por Sherwood, eso es evidente. Hay intereses de por medio, y más en una sociedad movida por fuerzas de poder tan tormentosas o retorcidas como la nuestra. Lo sé. Y sé que él también acata externas decisiones, porque es parte de una organización criminal de "cuello blanco", de intereses tan altos que se vuelven políticas de estado, de soberanía nacional. Lo deduzco por sus correos, aunque breves y puntuales, y porque muchas de esas víctimas resultan ser personajes de la vida política del país; por supuesto, los demás, de menos categoría social, son fichas que estorban a uno y otro, que hacen mal desde abajo, desde el común denominador que desencadena un desequilibrio social totalmente reprochable.

Imagino a don Julio —así firma los correos— como un hombre bonachón, de anchos hombros, manos lisas, gestos cardenalicios, fumándose un habano, sentado tras un escritorio o mirando desde una ventana las atestadas calles de su ciudad, escondido tras un impecable frac de color oscuro, dando órdenes en una oficina situada en un complejo a prueba de ataques nucleares. Imagino todo de él, menos su rostro, acaso impertérrito, porque hasta de su corazón ya presiento el latido, el ritmo, las voces que lo cubren con suma obediencia.

Instrucciones para asesinar al escritorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora