Antes de recoger a Bibiana para ir a cenar a casa de sus padres, me dejé tentar por comprarle un ramo de rosas, pese a que ella no era partidaria de este tipo de obsequios debido a sus prevenciones sobre "consumir" naturaleza. A cambio posó su boca suavemente sobre mis labios.
Mi ánimo ya estaba otra vez de vuelta.
El gesto de las rosas no era indicador de que yo fuese un romántico empedernido. Y no lo aclaro porque me dé pena poner sobre el papel un acto que dista mucho del hombre asesino, o que se parezca a una fachada para lograr los más siniestros propósitos. Lo aclaro porque, antes de Bibiana, mi historia estaba plagada de fiascos poco románticos. Nada que valiera la pena hacer el ridículo por aquello que creíamos amor. Las mujeres que habían pasado por mi vida (dulces, bellas e inolvidables), merecían mi respeto, pero no la difícil condición de entregar un poco más de lo que soy. Y aquí hago otro paréntesis para retomar algo que dije con anterioridad, o que me parece que dije: uno es lo que dice que es; uno es la cara que muestra. Solo con el tiempo, por arrepentimiento o porque se hace imposible ocultarlo más, la verdad sale a flote. Por ello —a este punto pretendo llegar—, Bibiana no sabe que yo soy un inconfeso asesino.
—Amor, ¿llevas el vino? Sabes que mi papá no te perdonaría que pases por alto su mayor delirio.
—Lo siento, cariño, tuve un día agitado. Pero de paso lo compramos en un estanquillo.
—Más te vale, si no quieres perder la simpatía de tu suegro.
Asentí con una sonrisa.
Su papá era un personaje salido de caricatura, que llamaba a sus cosas por su nombre con fluido desparpajo, que hablaba de las bondades del tejo y del sapo como si fueran los deportes insignias del país, que llenaba crucigramas con una sobriedad y una ligereza apabullantes, y que, tras ser ya un radiante pensionado del Estado, esa irrestricta actitud le ayudaba a combatir el aburrimiento que podía sugerirle su casa. Caso contrario ocurría con su esposa, la mamá de Bibiana, con quien solo podía mantenerse una comunicación gregaria, sesgada, pues mi esmirriada suegra, de ojos diluidos por una tristeza que aún no atino a comprender, y de la que Bibiana, estoy seguro, sabe menos que yo, cuestionaba sobremanera que su hija se quedara a dormir con un hombre sin el abrigo del matrimonio. El saludo de mi suegra siempre era distante, rígido, con una rabia y un desdén contenido que enturbiaba mucho más esos indescifrables ojos. Por eso sonreí. Y porque pensé que una cosa lleva a otra, y que en ese tejemaneje se nos va la vida, se nos acerca la muerte como la más real de todas las verdades: mientras Coelho me arrancaba extrañas ambigüedades, Bibiana, reclinada en su sillón con una falda subida sin pudor, dispuesta a provocar, me extraía las más soterradas excitaciones. Yo ya había deslizado mi mano entre sus piernas con ganas de arrancarle el sexo.
Frente a mí se abrió la escena de aquella primera vez que nos devoramos como si el mundo hubiese entrado en la recta final de los cataclismos. Me llamó antes de un mediodía para decirme que estaba en la verja con unas ganas inmensas de verme. Antes de que terminara de hablar yo ya le estaba abriendo el camino a casa. Subimos al estudio porque ella quería conocer el sitio donde más tiempo me pasaba trabajando. Se sorprendió del orden de las cosas, de mi gusto por las antigüedades, de los libros que se levantaban airosos en la cristalina estantería, de las réplicas que tengo de Joan Miró a lo largo de las escaleras que en forma de caracol suben al segundo nivel, de los relojes de pared que colecciono con siniestra pasión, y de un vitral donde conservo como nuevas ciento setenta y seis monedas de diferentes países. No quiso tomar nada, más por lo que traía en mente que por el asombro de mis curiosidades. Respiraba con fuerza, pero firme en su garbo. Y sus ojos de esmeralda calcaban con mayor pureza el color de los ramajes bañados por la tormenta que había azotado la ciudad horas antes. Sentada sobre el escritorio como una niña desaplicada que desea la expulsión del claustro académico, se agarró a mi cuello para respirarme junto al lóbulo de la oreja. Si dijo algo no lo escuché, porque mis manos, que nunca han podido quedarse quietas ante ella, ya le desabrochaban la blusa. Segundos después estábamos tendidos allí —por fortuna el escritorio era de madera—, mezclados con papeles y elementos de oficina, contemplándonos, jadeando con maligna abstracción, poseídos por el deseo y el buen sexo de dos que comenzaban a amarse.
—¿En qué piensas? —me preguntó en tono afable al notar, pese a que mi mano estaba ahora más metida entre sus piernas, que mis ojos no se despegaban de la línea frontal—. Si vas a seguir tocándome como lo estás haciendo, mejor paras y me haces el amor, porque en mi casa sabes que no podemos.
No di oportunidad a una nueva invitación y orillé el vehículo. Y con esa misma fuerza animal, mientras me movía frenético sobre ese cuerpo que adoraba, que pretendía calcar con mis manos, no pude dejar de susurrarle al oído unos versos de Ospina:
Abrázame que vienen las grandes paredes de hielo,
Bésame para que una sombra de labios me salve en la sequía,
Ámame para que mañana una antorcha disperse a los lobos,
Canta o reza en mi oído después del amor para que en la luna no se sequen los ríos.
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Instrucciones para asesinar al escritor
Misterio / SuspensoUn periodista que lleva una doble vida, es contratado para asesinar a uno de los escritores más importantes del mundo. Los motivos del asesinato se van develando en la medida que el asesino empieza a cuestionar lo que hace y las órdenes de su jefe. ...