Por fortuna tengo mi casa en un privilegiado lugar de los cerros orientales de Bogotá. Una casa que posee cierto encanto finisecular: un ladrillo envejecido, tejas de color rojo, marcos en las ventanas con arabescos en madera, un jardín de heliconias metódicamente cuidado por un jardinero ocasional, y una terraza que me aproxima al sol o a las estrellas, según la hora en que me plazca deambular en busca de seres espaciales extraterrestres (soy ufólogo por admiración, pero no hasta perder la cordura).
Mi propiedad también parece un fuerte por la reforzada malla que la protege de invasores conocidos o extraños. Y si pudiera construiría un puente levadizo para ahondar ese acceso, para restringir hasta el paso de insectos, pero sé que esas animadversiones son innecesarias, y lo único que lograría sería atraer con mayor morbo las miradas socarronas que prefiero evitar.
En el segundo piso está mi habitación, ubicada a propósito en una esquina para contemplar los cerros y las localidades vecinas; puedo apreciar todo esto en distintos cuadros o ángulos, según las bondades naturales. Sigue el estudio, al que ingreso desde mi cuarto o por el otro extremo de un pasillo amplio, tapizado y con una galería de fotos antiguas de ciudades del mundo. Y hay una segunda habitación para invitados entre el fondo de la escalera y mi estudio. Abajo, sin mayores ostentaciones, una habitación con baño para cuando me decida contratar los servicios de una empleada doméstica. También está la cocina, el garaje y la sala de estar. En cierto modo la soledad juega un papel muy importante en mi vida, o lo ha jugado. Pero sobre esto ahorraré detalles sórdidos que no vienen al caso ni explicarían mi posición personal y mi hastío. Un prolegómeno de mi vida sería aburridor, y me otorgo la licencia, o mejor, el derecho de la exoneración como principio de mi albedrío. Solo diré que pese a ello no soy un hombre de modales taciturnos ni grotescos, y mi humor está muy alejado de ser irritable o descortés, aunque mi estado, casi natural, sea el de vivir solo.
Másabajo comienzan a verse edificios estirándose al cielo, tratando de abarcarlotodo, casi del mismo modo como aprendí a vivir tempranamente. Es inevitablecontar esto: sin padres, se reducían las esperanzas de estirarme como esosadoquinados edificios: un padre que no conocí ni supe si alguna vez existió, unbenefactor que nunca estuvo conmigo para darme un abrazo, amonestarme por unatarea inconclusa, o enseñarme a defenderme de algún grandulón del barrio; unamadre que murió trágicamente poco antes de mis diez años; y una hermana, ochoaños mayor que yo, casándose con un cretino rico que le prohibió volver a verseconmigo. Aunque para esos días, viendo como estaba el panorama, era bueno paramí: no tenía un pariente consanguíneo que pretendiera corregirme o sesantiguara con horror de mis actos si llegara a enterarse o, peor, que corrierael riesgo de pagar también por mis culpas. La excepción a esta regla, porsupuesto, era Bibiana. Me daba estupor considerar que algo le pasara por elsolo hecho de estar conmigo. En eso entendía al tirano: vive solo, lejos decompromisos que susciten evidencias adversas o debilidades, y cuando tiene queabrirse camino lo hace sin miramientos. Pero, pensaba entonces, ya encontraríala manera de evitar que Bibiana sufriera si algo detonaba cerca de mi cabeza.No quería que ella fuera la mujer muerta que regresa del más allá paraatormentar al hombre que ama, como sucede en la historia que cuenta el escritorargentino Alan Pauls, en su novela Elpasado. En realidad, lo que yo deseaba estaba muy lejos de ser controlado.
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Instrucciones para asesinar al escritor
Misterio / SuspensoUn periodista que lleva una doble vida, es contratado para asesinar a uno de los escritores más importantes del mundo. Los motivos del asesinato se van develando en la medida que el asesino empieza a cuestionar lo que hace y las órdenes de su jefe. ...