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Puede ser que todos los asesinos sean verdaderos cobardes, escondidos en la clandestinidad, en el arma, en la sorpresa, en la celda de una mente retorcida. Por eso tienen rostros tan distintos, desde afables hasta rudos y siniestros, con el único fin de producir muerte.

Hay asesinos en serie, como Jack el Destripador o el coleccionista de huesos neoyorkino; hay asesinos simples, circunstanciales que surgen de un impulso, de una inspiración súbita, cuyo detonante "es la metamorfosis de la realidad en un mundo fantástico" y tan variado e insólito como el celo pasional, el hambre, el odio, el vicio, el cansancio, tal es el caso de Justin Dean, un impresor que se vuelve asesino por hechos fortuitos en el cuento de Fredic Brown; hay asesinos por naturaleza, pues su mayor éxtasis estriba en jugar tiro al blanco, en ver caer a sus víctimas en un charco de sangre; hay asesinos que incitan o despiertan en sus víctimas el deseo de matarse, como si obraran bajo un trance hipnótico; hay asesinos de asesinos cuya tarea es borrar el objeto material de un antiguo crimen, el último eslabón de la cadena; y hay asesinos pagados, como yo, que creen en su oficio como un ritual de sanación o de un bien social, pero que resultan ser los más perversos por lo pérfido del acto consciente.

En este orden de ideas, sé que yo también caeré como el arcángel que se enfrentó al Dios que reseña la Biblia. De algún modo yo también, cada día que pasa, me convierto en aquello que creo combatir: Los actos humanos tarde o temprano reciben su recompensa o su castigo. No soy tonto como para ver otra cosa. En esta vida no hay subterfugio que valga, que pueda inventar otra salida posible.

¿Que por qué soy asesino? Podría ser la pregunta más plausible al pretender portar esta antorcha de la verdad. Pero la respuesta podría parecer extraída de un cajón, tan simple como el desgano, como si no existiese una razón más brillante: porque me domina un espíritu insalvable de defender causas propias y ajenas; porque hago uso de aquellas fortalezas que la selección natural brindó al hombre para defenderse hasta de su misma raza; porque la muerte, reitero, es otra forma de vida; porque si no lo hago yo, otro desencadenará el infierno.

Asesino porque el miedo me hizo fuerte, sin que esto implique que sea un asesino insaciable, desprovisto de sensibilidad, aséptico, que realza el acto sangriento, el macabro charco de sangre donde baña el rostro de su víctima. No. No soy esa clase de salvaje, pese a que en mi historia personal haya un crimen doble que mancha lo que ahora digo, y aunque suene a excusa, entonces la juventud sellaba otro ritmo de vida, tan apabullante como ensordecedor. Tanto vale decir esto último, que, si Walter estuviera vivo, seguro él sería el primero en reprocharlo, o en pegarme un tiro, porque lo vería como otra forma de traición.

Todo final merece algo de dignidad, impone respeto, y yo no aprieto la cuerda más de lo necesario. Fue la gran lección de todo cuanto pude aprender. Y aunque esto no me hace menos despreciable, lo diré de nuevo: no soy un asesino que actúa por el impulso de la sevicia, no soy un inescrupuloso que raya en la tiranía, no soy el vampiro que goza derramando sangre humana. Me rige una moderada moral, así parezca una burla decirlo.

La primera sensación de querer desaparecer a alguien nació con el esposo de mi hermana. ¿Separarla de mí cuando era la única pariente que me quedaba? Me río ahora del tipo. Claro que mi hermana también tiene algo de culpa: olvidarse de su sangre es olvidarse de sí mismo. ¿Acaso cuando ella se miraba al espejo, no la atacaba el recuerdo del hermano menor? Con él nació mi idea de matar. Sí. Durante muchas noches me desperté, sobresaltado, sintiendo que ahorcaba a alguien. Era él, por supuesto, mi ampuloso cuñado. Su rostro borroso se retorcía en mis manos que, pese a los juveniles, apretaban como garfios. Y yo reía viendo cómo se quedaba sin aire, cómo se le escapaba la vida, cómo la sangre se asomaba en esos ojos oblicuos.

Pero después del primer crimen a mansalva, cuando vomité una semana seguida recordando los impactos al entrar en el cuerpo de la pareja, supe que yo no deseaba ser cualquier asesino. Esta reconvención la asumí mucho antes de entrar en contacto con don Julio.

Si hay algo macabro, son esas escenas donde el muerto queda desparramado para deleite de los fotógrafos amarillistas. ¡No hay en este hecho algo más pornográfico e inhumano! Si el asesino quita la vida de su víctima, el fotógrafo es el medio para que el acto criminal alcance la cúspide, la gloria del dolor y del horror. Los fotógrafos se prestan como nadie para caer tan bajo. Y yo no quería dejarles una escena más así, una huella tan criminal y simple. Deseé entonces ejecutar mis acciones de un modo más perfecto, colocando cada pieza del rompecabezas con sabiduría y paciencia, llevando mi acto a un plano artístico. Por ello, deseé conocer a fondo la historia de los crímenes más indisolubles de la literatura; aquellos casos que había escuchado cuando aún no determinaba mi hoja de ruta. Allí fue cuando se me presentaron los autores del género policiaco: un crimen rodeado de misteriosas circunstancias, un proceso de investigación, y el genio del detective o del criminal poniendo punto final a toda la escena.

El positivismo científico y el determinismo filosófico, para resolver los crímenes, fueron mi tarjeta de entrada. Hay que ver a C. Auguste Dupin en Los crímenes de la calle Morgue, La carta robada y El misterio de Marie Rogêt, observando con increíble memoria las atmósferas presentadas, revelando los detalles con deleitosa paciencia; las valiosas observación y deducción del más famoso de los detectives: Sherlock Holmes; al orondo Hércules Poirot, de Agatha Christie, analizando cada pista, interrogando con increíble inteligencia a los sospechosos; al cuidadísimo asesino de Patricia Highsmith, Tom Ripley, quien pese a su oficio detesta el asesinato a menos que lo crea necesario; y al más moderno de ellos, Cayetano Brulé, un exquisito héroe latinoamericano, nacido bajo la pluma de Roberto Ampuero.

Por otro lado, conociendo a una de las mentes criminales ficticias más exquisitas: Fantomas, el antihéroe oculto por una capucha, cambiando con notoria habilidad su fisionomía e identidad, utilizando los inventos de su época para llevar a cabo sus perfectos crímenes. Fantomas producía más miedo que ninguna otra cosa. Él, al lado de Arsène Lupin y Fu—Manchú, llevaba el enigma al punto más álgido. Estos tres personajes demostraron ser los grandes criminales de toda una época.

¿Necesitaba mayor inspiración? Luego llegaron, o primero, para ser exactos, Simón Templar, James Bond, V y Nikita. Asesinos sin mayores preámbulos. Héroes y antihéroes. Brillantes e inciertos. Fríos, metódicos, certeros. Alcohólicos, homosexuales, drogadictos. Y con su lado más oscuro: sin mujeres u hombres en sus vidas. Si los hay, son, de paso, como hilos conductores de la aventura, como la otra cara de una moneda que jamás se atreven a enseñar. Ese es su más hondo temor: mostrar que son humanos; ven el compromiso amoroso como una debilidad, como un terror profundo. Y no se pueden permitir mostrar al enemigo una luz que ellos consideran de vulnerabilidad.

¿Que por qué soy asesino? Ninguna respuesta podría justificar lo que hago, esa es otra verdad. Soy un asesino como lo fue Caín de Abel, aunque fuesen bien distintas las motivaciones. Pero en el hecho mismo de ocasionar la muerte, no hay ninguna diferencia: el síndrome de Caín es el mismo.

Instrucciones para asesinar al escritorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora