Mi madre murió en un accidente automovilístico. Recuerdo el día en que llegaron con la noticia. Doña Aura, una mujer propietaria de un supermercado y vecina nuestra, entró llorando sin saber cómo anunciar el funesto hecho. Se dirigió a mi hermana, que cayó, dando un largo alarido, agarrándose con las manos la cabeza, sobre la desvaída poltrona de la sala. Luego lo supe yo. Luego la tristeza, la profunda tristeza de perder a nuestra madre, me golpeó a mí.
Mi madre fue la única víctima de aquel bus que se quedó sin frenos, en una empinada vía urbana. Salió volando por el parabrisas del automotor. Murió en el acto, en plena calle, y el mismo periódico amarillista que muestra los muertos míos, publicó las fotos con su cuerpo destrozado, como si para su familia no fuera suficiente con perder ese ser amado de un modo tan trágico.
Yo creo que fue a partir de este hecho que en mi subconsciente se arraigó ese odio desmesurado por los insensibles reporteros gráficos de periódicos sangrientos, quienes nutren sus lentes con las muertes más atroces y juegan, como en un efecto de dominó, con el morbo de la gente. Un odio compartido hacia los conductores de buses urbanos, cuyo afán de salir a competir por un centavo, convierte las vías en pistas de carreras, conducen con una irresponsabilidad desenfadada, y descuidan el estado mecánico y las condiciones mínimas de seguridad de la máquina. Y unos pagan por todos, así es. Aunque soy consciente también de que en ambos gremios existen personas con escrúpulos.
Pero el quemante dolor de ver a mi madre muerta, metida en un ataúd como una momia, fue poco, incomparable, al que sentí el día de su entierro: yo no sé qué dijo el párroco bajo esa voz pastosa, yo no sé de dónde salió tanta gente dando condolencias, yo no sé si estaba de día o de noche, yo no sé si mi hermana lloraba a mi lado o al lado del hombre que luego me la arrebató, yo no sé si mi madre estaba muerta o solo me esperaba en silencio al otro lado de una puerta que yo pedía hallar. Mi dolor no era físico. Mi dolor no era humano. Por eso, cuando el ceremonioso ayudante del cementerio comenzó a echar tierra sobre el ataúd, me arrojé a la fosa. De allí me sacaron desmayado, fue todo lo que supe por boca de Andrea. Y las lágrimas que corrían a chorros se habían mezclado con la tierra, transformando mi rostro en una horripilante máscara. Mi hermana dijo después que la gente se santiguaba como si hubiesen estado ante la presencia de un espíritu maligno.
—Si les hubieras visto la cara, hermanito, habrías dejado de llorar para ponerte a reír a carcajadas.
Lo que siguió en mi vida fue un infierno, que solo doña Aura lograba mitigar cuando yo lo permitía, cuando la nostalgia aminoraba, cuando los cuchillos invisibles de una culpa ajena perdían su filo. Ella, con el beneplácito del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, se encargó de mi educación. Había que ver el esmero, el esfuerzo de mi hada madrina. Me brindó amor a falta de un hijo propio, pues la vida le había negado esa posibilidad. Pero en esa educación también intervino, con mano agreste, mi destino, las piedras que pandilleros lanzaban desde las esquinas, Walter, las miradas furtivas de varias chicas, las caricaturas, los superhéroes y los antihéroes.
Solo por la insistencia pasiva y amorosa de doña Aura, más que por vocación —y por alejar también los fantasmas de mi primer crimen—, fue que estudié Comunicación Social en la Universidad de Caldas. También porque vi en aquel proyecto una alternativa fehaciente para enmascarar el propósito que me acercaría a don Julio. Y si hablo de mí en esta última parte como si mi hermana no existiera, es porque Andrea, tan pronto como cumplió los dieciocho años, renunció a ese lazo familiar, a esa sangre maternal que nos unía, tal vez porque éramos hijos de padres distintos, tal vez porque el suyo, y el mío, fueron perfectos irresponsables.
Andrea... Tamaña sorpresa la mía en aquella mañana. Mis ojos se abrieron desmesuradamente cuando leí el texto y el nombre del remitente del correo electrónico asignado por la revista.
Por fin mi ausente hermana daba señales de vida.
¿Cuántos años habían pasado? ¿Llevaría también una doble vida? ¿Qué recordaba yo de Andrea, hasta el punto de convertir esas instantáneas en sueños recurrentes? Recordaba la imagen difusa de una niña vagando como por un bosque encantado, sonriendo entre vestidos de encajes y muñecas musicales, comiendo bolitas de chicle que se negaba a compartir, encerrándome en el armario para evitar que me raptaran los fantasmas de la casa. Recordaba a una adolescente, con mirada desafiante ante los muchachos que la acechaban o los piropos morbosos; contemplando ante el espejo un cuerpo voluptuoso y firme mientras mi ojo se pegaba a la rendija; empacando su ropa porque afuera la esperaba un lobo con piel de cordero; una adolescente haciendo un leve gesto de mano para despedirse del medio hermanito.
De verdad, no esperaba una resurrección de mi hermana. O tal vez sí, pero la había bloqueado mi necesidad de olvido, de sepultar un amor hecho nostalgia. Y ahora, tal como escribía, Andrea deseaba volver a mi vida. Su mensaje, aunque triste, venía como una brisa de anhelados bálsamos, de perfumes diluidos en la infancia: Andrea deseaba que viajara a España. A visitarla o vivir con ella y su familia. Quería que conociera a sus dos chiquillos de siete y diez años. Pero, como advirtiendo mi hostilidad hacia su esposo, me aclaró que fue él quien decidió dar el primer paso para reivindicarse; eso me lo aseguró en su misiva, y se culpó por no ser ella quien se atreviera a dar ese paso, por más que su corazón le reclamara hacerlo.
"Tenía miedo de tu rechazo. Me sentía sucia", subrayó. Pero no lo dijo en presente, como si con escribirlo de ese modo diera por sentado que yo le había concedido hace tiempo mi perdón.
Su esposo estaba sufriendo una terrible enfermedad que lo tenía adherido a la cama, casi como un vegetal. Apenas hablaba, apenas respiraba, y era posible que le quedaran días de vida. Decía Andrea que siempre estuvo al tanto de mi mundo a través del periódico y de la revista, que mis sobrinos me conocían y leían con apetito voraz mis artículos, orgullosos de mi profesión.
Si mandara al diablo a Andrea y a su familia, pensé entonces, nada perdería. Heriría su ego, tal vez. El puente de hielo que existía entre los dos caería para siempre en el abismo. Eso sería todo. Y asunto concluido. Pero no podía negarme, lo consideré también, con justicia, la oportunidad de rodearme de dos sobrinos y de una hermana, golpeada sin lugar a duda, por la misma circunstancia que nos alejó: físico miedo; física inseguridad.
Le respondí un día después, sin dejar entrever mi manido resentimiento, motivado aún más por Bibiana, quien ante la víspera del viaje para entrevistar a Coelho —eso asumí—, parecía haber descubierto un nuevo concepto de belleza.
—¿Ves, amor, que Andrea ha vuelto a tu tiempo? Tarde o temprano el hijo bueno vuelve a casa. Y estoy segura de que entre ustedes dos solo ha habido un malentendido: el temor a reconocerse como hermanos, a asumir el reto que en esa época la vida les puso por delante. Me alegra que esto te esté ocurriendo. ¡Ja! Ojalá tuviera yo un hermano, aunque viviera lejos o no me reconociera, pero al menos sabría que hay alguien en el mundo que lleva la misma sangre.
A la memoria me llegó la canción del famoso dúo español El Último de la Fila: "Cuando la pobreza entra por la puerta, el amor salta por la ventana". Así titularon su primer álbum musical. Así imaginé yo lo sucedido con mi hermana.
—Gracias, dulzura. Definitivamente, no sabría qué hacer sin ti. Contigo me gané el billete completo de la lotería.
—No seas mentiroso, que bien viviste sin mí por muchos años. Y no creo que, sin conocerme, me estuvieras reclamando. Y por ahí te conozco una lotería llamada María Paula... ¿O ya lo olvidaste?
Andrea volvió a escribirme. Esta vez, con más valor, me pidió perdón. Juró que no volvería a separarse de mí. Y con el correo venía, en el anexo, una fotografía de ella y sus dos hijos. Manuela y Samuel me mandaban besos con sus manos.
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Instrucciones para asesinar al escritor
Детектив / ТриллерUn periodista que lleva una doble vida, es contratado para asesinar a uno de los escritores más importantes del mundo. Los motivos del asesinato se van develando en la medida que el asesino empieza a cuestionar lo que hace y las órdenes de su jefe. ...