Epílogo

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Hace poco salí del baño. Todo parece distinto cuando uno recibe un poco de agua en el cuerpo. Afuera la ciudad comienza a rugir, a traerme la cotidianidad de sus grotescas imágenes. Con el agua, ya no hay atolladeros en mi cabeza; mis neuronas han retomado el control: ahora más que nunca estoy dispuesto a cambiar del todo mi vida.

Muchos se preguntarán por qué dejé vivo a Coelho, por qué no fui capaz de cometer el crimen si se presumía que yo tenía las agallas para hacerlo. Hay una explicación personal y extraña, aunque ya muchos la habrán sentenciado, y por eso es posible que me odien mucho más: porque él representa para sus lectores esperanza, así su palabra escrita carezca de calidades literarias. Y esperanza, aunque suene a moraleja, es lo que yo vislumbro en Bibiana. Esa es la gran fábula del crimen que no me atreví a cometer.

Quizás a esta hora ya las autoridades dan cuenta de la muerte de don Julio y sus secuaces. Deben estar revolcando su casa en busca de un vestigio que ayude a esclarecer la identidad del o los criminales, pues con seguridad atribuirán el múltiple homicidio a venganzas de la mafia o de la delincuencia organizada... Y, sin temor a equivocarme, los periódicos amarillistas estarán también haciendo su mejor labor.

¡Pero basta! Ya debe quedar todo atrás. De una buena vez echaré tierra a esta mancha de sangre, aunque sé que no será fácil continuar, pues no niego que me preocupa la fuga de información mediante la cual don Julio conoció sobre la fingida muerte de Coelho. Esa grieta puede transformarse en un abismo inabarcable. Por lo demás, confío en que el autor cumpla su palabra de mantener mi nombre en el olvido, como haré yo a partir de este momento.

No detendré más mis emociones. Voy a llamar a Bibiana. Quiero verla cuanto antes, estrecharla en mis brazos, decirle que la amo. Apenas me conteste voy a pedirle que se case conmigo. De ese modo quiero sellar el ciclo de mi existencia.

Instrucciones para asesinar al escritorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora