Sí. He sido un hombre demasiado egoísta. Y Bibiana sirvió de instrumento para algo que me atornillaba la cabeza. No hay titubeos en esta afirmación, por severa o despreciable que parezca. Ella me ayudaba a pagar facturas, a responder correos, a elegir la ropa o los perfumes, incluso, me recordaba citas pendientes; ¿cómo no pedirle que me buscara los libros del personaje?
Una mujer diez por estas y tantas otras cosas. Ella tiene esa chispa que lo hace a uno saltar de felicidad cada segundo. Ella es de esas mujeres que doblegan cualquier voluntad, que tornan al camino al más despistado. Su mejor conjuro es que despierta la emoción de tenerla conmigo, como si estuviera permanentemente saltando en un trampolín. Soy de los hombres que consideran que una verdadera mujer debe inyectar vida hasta con sus gestos. Las mujeres normales, aquellas que cumplen sagradamente una rutina, que se atan a un hombre como si este fuera la única salida, o que solo piensan en tener hijos para acrecentar su instinto maternal, me aburren. Deben ser mujeres (¿cómo lo digo yo que no soy un demagogo conyugal?) que usen todos los colores sin vergüenza alguna, que más que recato brillen con luz propia, que improvisen, que sean creativas, que rompan los esquemas, que sean seres sociales en el mejor sentido de la palabra.
Bibiana, con su independencia y con su lucidez del futuro, es una campeona, una ganadora de tiempo completo. Basta verla para saber la grandeza que la rodea. Claro, tiene errores: aparte de una cortina de humor agrio que sabe camuflar muy bien, su agujero negro, sin que ella lo sepa, soy yo. Y no porque no la ame, sino porque vive con un desconocido, con la mitad de lo que soy, con alguien que difícilmente reconocerá el día que se quite la máscara. Y no hay que culparla de que viva con la sombra de un hombre que hace de su otro yo un acertijo: hasta yo mismo me sorprendo del modo como oculto a mi doble. Y es que nadie apuntaría su dedo sobre mí, de eso estoy seguro: en cierto modo yo he estado por encima de cualquier duda, de cualquier reproche, de cualquier señalamiento. No soy sospechoso de nada, o tal vez de eso: sospechoso de nada. Ni por azar he estado en el lugar equivocado ni he abierto la boca más allá de lo necesario. Procuro no dar pie a que se inmiscuyan en mi vida, ese es el secreto. Ignoro cuanto debo ignorar. Pero como en el cuento de Cox, existe un azar vengador. Y de eso nadie está a salvo.
Mi paso a ese azar se dio a los diecinueve años, cuando cometí el primer crimen. Walter, aunque un año menor que yo, fue mi mentor, mi guía, el hombre que con su desenfado me infundía valor para actuar con firmeza, pero sin ser tirano. Fue una época de muchas contradicciones personales, ante las cuales necesitaba probarme a mí mismo. O era esto o aquello, y por fuerza mayor —aquella fuerza que otorgan las mentes humanas con su incredulidad para restituir un valor— no sería el hombre de lupa, de microscopio, de larga pipa, imponiendo sus propias reglas deductivas. Entonces, animado por mi peculiar amigo de barrio, se despertó mi deseo de cometer un crimen como un juego de ruleta en el que ganas o pierdes. Y, aunque entré solo en ese túnel del crimen con la intención de jamás perder, de deducir y caminar como detective a beneficio del asesino, sin la experiencia de Walter hubiera sido, si no imposible, más difícil de lograrlo.
Walter me enseñó a disparar un arma de fuego. A conocer las armas y a manipularlas sin temor alguno.
—Un arma no es peligrosa, mi perro —decía con un aire de mansedumbre que despistaba a cualquiera—. El peligro está en quien porta el arma. En la mente de quien la posea. En la firmeza del brazo. Primera lección. Un alfiler no reviste peligro aparente, pero si lo usas con maestría, matas un toro con él.
En una zona boscosa, alejada del pueblo donde crecíamos, disparábamos a botellas vacías para afinar puntería. Walter, con una Smith Wesson enfundada en su cintura, reaccionaba en un segundo para acertar en el blanco. Su práctica venía desde chico. Y aunque me enseñaba cosas aventajadas para un muchacho de su edad, sus trabajos delincuenciales los ejecutaba solo. No deseaba que un día cualquiera le sacaran la ropa sucia al sol.
—En este oficio es mejor no decirle nada a nadie, salvo que sea para la despedida o la aceptación de culpa —aducía con sobrada clarividencia—. Segunda lección —insistía.
Pero yo sabía que él se dedicaba a los atracos a mano armada.
—Hermano, tú debes cambiar la perspectiva de esta jodida vida que nos ha tocado. Has nacido para ser distinto a mí, para hacer mejores cosas. No puedes quedarte recogiendo las sobras de otros. Por eso te enseño sin dobleces, para que seas mejor que yo. Y porque tengo la seguridad, no sé por qué, de que nunca me traicionarás. Así como huelo a kilómetros mi presa, huelo también la maldad de los hombres. Tu maldad es distinta.
Yo era el que no sabía —ni supe— por qué motivo Walter se hizo amigo mío y me ilustró con su joven sabiduría sobre la vida, sobre el bien y el mal. En todo caso me enseñó a usar armas automáticas, de asalto semiautomáticas, a reconocer un buen cartucho, a desarmar, limpiar y armar cualquier tipo de fusil. A Walter le alquilaban esas armas. Eso decía. Como tantas otras cosas que jamás se me olvidarán.
—El arma jamás debe mostrarse para hacer tonterías. Mientras menos sepan que andas armado, más seguro estás. Solo saca el arma cuando la vayas a utilizar. Y en ese acto no puedes titubear. Tercera lección, perrito.
Jamás me enteré de que Walter tuviera un muerto encima. Salvo el día en que murió en su ley. Cuando le dispararon. Cuando él también disparó.

ESTÁS LEYENDO
Instrucciones para asesinar al escritor
Mistério / SuspenseUn periodista que lleva una doble vida, es contratado para asesinar a uno de los escritores más importantes del mundo. Los motivos del asesinato se van develando en la medida que el asesino empieza a cuestionar lo que hace y las órdenes de su jefe. ...