Capítulo 1

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Levante la cabeza y deje que el sol calentara mi rostro. Me encantaban esas frías mañanas de invierno con aquel cielo despejado de un azul intenso y un sol radiante. Me detuve al lado del semaforo y subí el volumen de la música mientras esperaba luz verde para cruzar la avenida, sonaba una de mis canciones favoritas de Anastacia. Lo cierto era que no existía cantante en el mundo que me gustara más que ella. Siempre que podía, especialmente cuando salía a la calle, llevaba mi iPod para escuchar a todo volumen sus canciones. Sentía tal pasion, que incluso cuando cogía la moto camuflaba bajo el casco los auriculares a escondidas de mi madre. Eso fue hasta el día que me pillo, entonces me castigo sin cogerla un mes y amenaza con quemarla. No con venderla o regalarla, como hubiera dicho otra madre, sino con quemarla delante de mi. De buena gana me consta que lo hubiera hecho.

No le gustaban las motos y mucho menos que yo montara en ellas. Aún no sabía cómo conseguía que me comprara una después de lo que ocurrió aquella tarde en la que me encontré con ella en la puerta de casa. Yo conducí­a la moto y mi amiga Rose, propietaria del ciclomotor, iba de paquete. Frené tan bruscamente al darme cuenta de que aquella mujer que nos miraba era mi madre, que estuve a punto de perder el equilibrio.

Recuerdo que al principio no me dijo nada, se limitó a saludar a Rose y después se giró desapareciendo tras la verja, no sin antes lanzarme una mirada de desaprobación que capté sobre la marcha. Me despedí de mi amiga y seguí sus pasos, sabiendo lo que me esperaba en cuanto entrara en casa.

¿Desde cuando sabes llevar una moto?

-Desde hace unos meses. Le pedí a Rose que me enseñara y de vez en cuando me deja que la lleve, pero no es su culpa, soy yo la que me pongo muy pesada.

Por supuesto que la culpa es tuya - asentí y me acorde de la frase que solí­a repetirme: no trates de justificar tu mal comportamiento basandote en el mal comportamiento de los demás. Cada uno es responsable de sus propios actos”. Para conducir la moto solo de vez en cuando... ¡que mala suerte has tenido, hija mía! - me sonrió irónica. ¡Desde luego!, pensé para mí. En un ciclomotor no pueden ir dos personas.

- Lo sé

- Pues no lo parece - me replicó dirigiéndose a su habitación.

Yo también me fui a la mía. Sabía que estaba enfadada conmigo, era pánico lo que le daban las motos. Y por encima de todo eso, sabía que lo único que realmente temía era que a mí me ocurriera algo. Yo era todo lo que tenía.

Sus padres habían muerto en un accidente de coche cuando yo contaba con seis meses de vida. Me tuvo con veinte años, y lo hizo porque me quiso desde el primer momento que supo que estaba embarazada. Siempre me lo decía, a veces consideraba que en demasiadas ocasiones, lo que originaba que de vez en cuando me pasara por la cabeza la idea de que tal vez en algún momento valoró la posibilidad de abortar. No me importaba en exceso aquel pensamiento, aunque lógicamente prefería creer la versión que siempre me habí­a dado. Al fin y al cabo, pensara lo que pensara, si es que alguna vez lo hizo, su decisión definitiva fue tenerme y ella, mi madre, era lo único que yo también tenía.

Nunca me habló mal de mi padre, lo cierto es que apenas hablaba de él. Según ella, no pudo ser. Yo sé que no quiso saber nada de mí y lo que eso conllevaba, tampoco quiso saber nada más de mi madre. Nunca me importó no tener padre y jamás sentí carencia afectiva de ningún tipo por su ausencia.

Creo que más bien fue todo lo contrario, tenía una madre que valía por un millón de padres, y como hija única que había sido ella y como hija única que era yo, a menudo me sobreprotegía y cuidaba más de lo que yo hubiese deseado.

Salí de mi cuarto en su búsqueda y la oí en la cocina.

- ¿Estás enfadada conmigo? - pregunté para mi propia sorpresa, cuando realmente lo que quería decirle era que me perdonara y que no lo volvería a hacer si a ella no le gustaba.

-Sí.

-¿Me das un beso?

Pensé que me iba a decir que no. Sin embargo, se acercó a mí­, se puso de puntillas para alcanzar mi cara y me dio un beso cariñoso en la mejilla.

-¿Sigues enfadada conmigo?- pregunté riéndome.

-Sí.

Solté una carcajada.

-Yo no le veo la gracia.

-Anda mami, perdóname - le dije abrazándome a su cintura. No volveré a subirme a una moto si eso es lo que quieres.

-Lo que me gustaría es que fueras tú la que no quisieras hacerlo -¿qué podí­a decir?, me volví­an loca las motos-.¿No podrás esperar a tener dieciocho y conducir un coche como todo el mundo?- preguntó.

-¡Hombre, por poder...!

-¿Tanto te gustan las motos? - yo asentí vigorosamente -. Lo pensaré, pero mientras lo pienso no quiero que mires a una ni de lejos.¿Queda claro?

Así­ lo hice. No volví a ir con Rose en la moto y varios meses más tarde, cuando cumplí los dieciséis, me regaló la Yamaha.

Miré impaciente el semáforo, que continuaba dando paso a los coches, asegurándome de que no hubieran colocado uno de esos botones que hacen apretar al peatón para conseguir la maldita luz verde del viandante. En moto tardaría menos, pensé. Pero había prometido a mi madre que no la cogerí­a durante los cinco días que estuviera fuera con su novio, hoy era el primero. De hecho, había salido pronto de casa con la excusa de comprar el periódico para no tener que saludar a George, que así­ se llamaba.

Estaban juntos desde hacía algo más de un año. No era santo de mi devoción, lo admito. Ningún hombre lo era. A mí me gustaban las chicas y no podía comprender por qué a mi madre no le gustaban también. Hubiera dado todo por tener una madre lesbiana o al menos bisexual y así, de vez en cuando, tendrí­a la alegría de verla en compañí­a de una mujer.

Era sábado, 26 de diciembre más concretamente, y mi madre se iba esa misma mañana a pasar unos días con George. Yo me habí­a negado durante casi mes y medio a ir con ellos a esquiar a no sé cuál conocida estación. Convencí a mi madre para que me dejara sola en casa y disfrutara por su cuenta, que ya iba siendo hora. Solo me faltaba tener que ver a George las veinticuatro horas del día. Ella aceptó al fin y quedamos en que volverí­a el día 31 para pasar juntas la Noche Vieja.

Por fin el semáforo me dio paso. Bajé de un salto la acera y avancé con determinación, pensando que quizá después de comprar el periódico me tomaría un café. De pronto, un intenso olor a goma quemada impregnó el aire.

Miré de reojo a mi izquierda descubriendo que algo oscuro y potente se abalanzaba sobre mí. Antes de tener tiempo para reaccionar, sentí­ un impacto contra mi cuerpo con tanta fuerza que me levantó por el aire, estrellándome más tarde contra el frío y duro asfalto. Quedé boca abajo y escuché gritar a la gente. Aprovechando la postura, traté de incorporarme, pero no tuve éxito.

Enseguida un calor líquido corrió por mi rostro y observé la gravilla teñirse de rojo oscuro. Un hombre me pidió que no me moviera al tiempo que me abrigaba. Pasados unos minutos el sonido de una sirena ensordeció la calle. Me dieron la vuelta tumbándome sobre una camilla y me colocaron un collarí­n. Allá mismo me cortaron la hemorragia. Les dije que me dolí­a mucho la pierna y la mano izquierda. Empujaron la camilla hacia dentro de la ambulancia y vi por última vez el intenso azul del cielo. Mi vista se nubló, los oídos me pitaban intermitentemente, empezaba a marearme y creí que iba a vomitar. Agradecí el frío en mi cara, supe que acababan de abrir las puertas de la ambulancia. Seguía sin ver ni oír bien cuando me sacaron y la camilla comenzó a rodar por el suelo. Entonces noté el calor del tacto de una mano sobre mi frente.

-¿Puedes oírme?- preguntó la voz de mujer más bonita que jamás se hubiera dirigido a mí.

-Sí, pero no veo bien. No veo nada.

-No te preocupes, te pondrás bien.-¿Cómo te llamas?

-Lisa ¿y tú?

Me pareció que sonreía.

-Jennie, me llamo Jennie --respondió acariciándome la frente.

Esto fue lo último que pude oír y sentir antes de perder el conocimiento. Miento, también sentí que acababa de enamorarme.

JENNIEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora