Capítulo 10

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Me instalé en el salón a pesar de que Jennie me dijera que me moviera con libertad, que podía utilizar cualquiera de las habitaciones, incluida la suya. No quise hacerlo. No querí­a abusar de su hospitalidad ni que tuviera que preocuparse por alguien merodeando por la casa y sus cosas mientras ella trabajaba. El salón me parecí­a el territorio más impersonal, al fin y al cabo en esa estancia se recibí­a a las visitas. Algo parecido a eso era yo. Una visita dispuesta a quedarse el resto de mi vida si ella me lo pedí­a, pero una visita a fin de cuentas. Me dispuso un almohadón y una manta, dejando también el teléfono inalámbrico en la mesa, frente al sofá, junto a un juego de llaves de la casa.

-Supongo que no hace falta que te diga que no abras la puerta a nadie. Sea quien sea, te cuenten lo que te cuenten.

-Tranquila, no lo haría - contesté sonriente.

-Bien - dijo pensativa.- Al cartero tampoco, no espero nada, así que tampoco le abras. Si viniera con algo no importa, siempre se puede ir luego a recogerlo a la oficina de correos.

Me recordé a mi madre, solo que con ella ya tení­a superada esa fase de advertencias cuando me quedaba sola en casa.

-No te preocupes, no le abriré la puerta a nadie, ni a la ancianita más desvalida ni a una mujer dando a luz en la mismísima puerta de tu casa. De ser así llamo a la policí­a, a la ambulancia en este último caso y luego a ti - bromeé.

Se echó a reí­r y me agarró del moflete.

-Efectivamente, pero llámame también si simplemente necesitas algo. Tienes mi móvil apuntado en una libreta en la mesa del salón.

-Lo sé - ya me lo habí­a aprendido de memoria.- Vas a llegar tarde a trabajar.

Salió corriendo cuando supo que tenía poco más de diez minutos para llegar a la clínica. La observé mientras se montaba en el coche y abría la puerta automática. Cuando su coche giró a la derecha esperé a que la puerta volviera a cerrarse antes de que yo cerrara la de casa. Cuando lo hice, sentí de golpe el vacío que dejaba con su marcha.

Volví al salón y me senté en el sofá donde Jennie habí­a estado tumbada la tarde anterior. Acaricié la tela suavemente, como si fuera su piel la que estuviera bajo mis dedos. Cogí­ mi móvil y la llamé, necesitaba oí­r su voz, acababa de irse y ya la echaba de menos.

-Hola, soy yo - dije cuando descolgó el teléfono, nada más sonar la primera señal.

-Hola, ¿estás bien? - se oyó el habitual eco del manos libres.

-Sí, solo quería darte las gracias otra vez por dejar que me quede aquí­.

-No hay por qué darlas.

Me quedé callada un instante. Era la primera vez que hablaba con ella por teléfono y el mero hecho de escuchar su voz me habí­a vuelto a desbocar el corazón.

-¿Hay mucho tráfico?

-No, estoy a mitad de camino. Si no se me cierra ningún semáforo lo consigo.

-Entonces te dejo para no distraerte. Que tengas un buen dí­a.

-Lisa

-Dime.

-Gracias por llamarme.

-De nada - sonreí­.

No eran ni las ocho de la mañana y ya me morí­a de ganas por que dieran las cuatro en el reloj, para que pudiera regresar de donde aún no habí­a llegado. Me sentí celosa de los pacientes que tendrían la oportunidad de verla en pocos minutos. No le volví­ a preguntar si seguí­a destinada en la UCI. No es que no me interesara, sino que trataba de hacer las menos preguntas posibles sobre su vida cotidiana. Ya le había frito a preguntas personales el primer dí­a y ahora trataba de compensar aquella acosadora actitud. Ni siquiera me atreví a preguntar qué le ocurrió a su madre, si era muy mayor, si tuvo un accidente o contrajo alguna enfermedad. Busqué en Internet la noche anterior, después que Jennie me dejara en casa, pero por el apellido Kim no figuraba nadie. Seguramente usara un pseudónimo. Tampoco conocía su nombre de pila, lo que dificultaba aún más la búsqueda. Revisé noticias del fallecimiento de pianistas, pero lo poco que encontré no parecí­a encajar con la posibilidad de que alguna de ellas fuera su madre. Nunca hablaba de su familia, así­ que desconocí­a si tení­a padre o hermanos. Miré el Steinway y me levanté para admirarlo de cerca una vez más. Era espectacular. Me dieron ganas de acariciarlo por la belleza de su diseño. No lo hice. Tení­a los pedales dorados, a juego con las ruedas. El bastidor lucía también detalles en oro, como las bisagras que sujetaban el atril. El emblema de Steinway & Sons estaba grabado en el mismo color también en el frontal y el lateral de aquel escultural piano de cola, que rebasaba los dos metros setenta centímetros de longitud. Nunca tuve la oportunidad de ver aquel modelo en persona. Si su madre tocaba ese piano debí­a de ser muy buen pianista. Era un modelo para profesionales, carí­simo. Caminé hacia las cortinas blancas, que dejaban ver el jardí­n. La noche anterior la oscuridad no me había permitido verlo, y aunque tuve la tentación de abrir la puerta que daba acceso a aquel verde y frondoso jardí­n, tampoco lo hice. No querí­a tocar nada. Preferí­a que todo permaneciera exactamente igual a como lo había dejado Jennie antes de irse a la clínica. Miré la piscina, que se encontraba cubierta por una lona, como lo estaban casi todas en aquella estación del año. Tenía escaleras romanas en los dos extremos y mediría unos quince metros de largo. La mitad de esos metros, aproximadamente, configuraban el ancho. Lo cierto es que tení­a una casa preciosa. había algo en ella que me gustaba especialmente, y es que no la había compartido con su ex, precisamente justo lo contrario, la había comprado después de deshacer su vida con aquella mujer, aún sin nombre para mí. Me giró y volví­ a contemplar el diseño escandinavo de los muebles del salón. Todo parecía muy nuevo. Recordé su habitación y me vino la misma sensación. Sonreí para mí misma. Si estaba en lo cierto y Jennie no conservaba nada de su vida anterior, decorando aquella casa después de su adquisición y, lo más importante de todo, no me había mentido con respecto a no haber tenido ninguna relación tras su ruptura, la cama donde me había tumbado solo había sido ocupada por ella. Se me seguía encogiendo el corazón cada vez que pensaba que otra persona pudiera besarla, tocarla o probarla. Cosa que ya había ocurrido en demasiadas ocasiones y que yo llevaba francamente mal. No sabí­a qué me pasaba. Del mismo modo que Jennie había despertado en mí­ el amor, la compresión, la lealtad, la fidelidad y el deseo de convertirme en alguien mejor, también se había despertado en mí unos celos irracionales. La otra cara de la moneda era que me estaba convirtiendo en una persona injustificadamente posesiva. Llegué a sentir celos de sus propias manos cuando se retiraba el pelo porque le molestaba o porque las descansaba en sus muslos o en las caderas. Sentí­a celos del vaso que envolví­a, de las migas de pan sobre el mantel, con las que había jugueteado durante la cena la noche anterior y del cigarrillo que se llevé a los labios después de la misma. Deseaba convertirme en todo lo que ella tocaba. Quería ser su pelo, su cuerpo, el vaso, el cigarrillo y el humo que expulsaba. Y aquello no podí­a ser. Yo no podí­a seguir así­. Al menos era consciente de que estaba a punto de caer enferma. Cualquier psicólogo hubiera dicho que era un buen comienzo para la rehabilitación. Existí­an centros de rehabilitación para muchos problemas, como el alcohol, las drogas, la anorexia... Hasta los putos violadores contaban con un centro donde pretender que se rehabilitaban. ¿Pero, y yo? ¿Qué les iba a responder cuando me preguntaran por mi dolencia? Que estaba enferma de amor era posiblemente la respuesta más acertada. Caminé de vuelta al sofá y me tumbé. Me cubrí con la manta y al apoyar la cabeza sobre el almohadón el olor de Jennie impregnó el aire. Hundí­ la cara en él y cerré los ojos, respirando aquel perfume que me volví­a loca.

JENNIEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora