CAPÍTULO 14 (PASIONAL): Las verdades y sus heridas.

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¿La verdad? ¿De qué verdad me estaba hablando? ¿Qué estaban ocultándome? Cabía la posibilidad de que estuviera mintiendo, de que no hubiese ninguna verdad que revelar, que simplemente le interesara perjudicarnos. Debía hablar con mi madre y prevenirla, avisarla de su presencia.
Metí la nota y la carta en sus respectivos sobres y los guardé en mi mesita de noche, me di una ducha, y fui al sofá a ver la televisión, a intentar despejar mi mente, pero no podía. Mi mente era incapaz de no pensar en él, es su rostro después de tantos años, en su sonrisa, en esa fría mirada.
Me dormí casi sin ser consciente de ello.

Yo corrí por la casa hasta llegar al salón. Me escondí bajo la mesa de comer y sollocé en silencio. Escuchaba sus pasos acercarse a mí, sus pisadas eran fuertes, con aquellas botas de militar que siempre llevaba. Cuando vi sus pies frente a mí, tiró de mí hacia fuera, sin darme tiempo de reaccionar, sin permitirme huir.
Me encontraba agachada frente a él, con las lágrimas abriéndose paso por los ojos. Quise gritar, pero a mis cinco años de vida, había aprendido que aquello solo lo empeoraría. Observé el cinturón que colgaba de su mano, vi su mano alzarse en el aire, y sentí el primer golpe en la piel. Sentí el picor en el brazo, y mi llanto fue en aumento. Me agarró fuerte de ese mismo brazo y me puso en pie, para seguir golpeándome, esta vez por todo el cuerpo.
No la oímos llegar, pero mi madre sujetó su mano cuando estaba a punto de darme otro golpe.
-¡Aparta! — La empujó contra la pared.
-Déjala, Ernestin. — Ambos hablaban en portugués. — Mimi, cariño, corre a tu cuarto.
Entonces él soltó el cinturón, sus manos se apretaron en un puño y descargó toda su rabia contra ella. La llenó de golpes mientras ella pedía compasión, mientras yo trataba de frenarlo, golpeando inútilmente su pierna.




Me desperté sobresaltada. Eso no había sido un simple sueño, era un recuerdo.
-¿Estás bien? — Christopher me observaba desde la puerta de mi casa. Con el ceño fruncido, mientras se acercaba lentamente a mí. — Has tenido una pesadilla.
-Sí, últimamente no puedo dormir tranquila. ¿Qué haces aquí?
-Se te oía gritar desde el pasillo. Solo he venido a ver que todo iba bien. ¿Estás bien?
-Sí, solo ha sido una especie de pesadilla. — Me incorporé en el sofá.
-¿Cómo has entrado?
-Iván me dio una copia de las llaves, dijo algo así como que las perdía mucho cuando bebía. — Se acercó al sofá y se sentó junto a mí. — ¿Seguro que estás bien? — Asentí. — ¿De qué iba el sueño?
-Un recuerdo de mi padre. Yo con cinco años, él, pegandonos. — Cerré los ojos con fuerza, intentando reprimir el recuerdo. — En fin.
-Creí que estaban haciéndote daño. — Cogió mi mano y la apretó.
-Gracias por preocuparte. — Quería abrazarlo por el gesto, pero sabía que no debía acercarme mucho. Era tan fácil borrar a Vanesa de la ecuación.
-De nada — dijo sin más, mientras se levantaba y salía por la puerta.

Cuando mi madre llegó a casa ya era casi medio día. Yo estaba haciendo tortitas cuando ella entró por la puerta. Necesitaba que estuviera tranquila y de buen humor para lo que iba a preguntarla.
-Huele bien – dijo robándome una tortita.
Entonces el timbre sonó. Fui a ver quién era, cerré la puerta en cuanto la abrí. No era posible. Mis palpitaciones se descontrolaron, de repente me faltaba el aire.
-¿Quién es? — Mi madre se acercó a mí, dirigiéndose a la puerta. Me aparté sin pensarlo, apenas procesando lo que estaba ocurriendo. No la detuve, que pasara lo que tuviera que pasar.
Vi su cuerpo tensarse en cuanto abrió. Fue retrocediendo poco a poco hacia el interior de la casa.
-¿Puedo pasar? — preguntó mi padre desde la puerta, en portugués, él no hablaba español. No esperó una respuesta, entró y se paseó por todo mi salón; observando todo, prestando máxima atención a las fotos, de mi madre, nosotras juntas, las mías sola o con Janet. Finalmente se sentó en el sofá. Mi madre y yo nos quedamos de pie, ambas demasiado abrumadas por la situación.
Permanecimos un rato sin hablar, con la tensión apoderándose de nuestros cuerpos, sintiéndola bajo la piel. Rompí el silencio, buscando acabar lo antes posible con aquella situación.
-¿Qué quieres? — Él me observó sonriendo, con aires de superioridad. — ¿Cómo me has encontrado?
-Sólo he tenido que seguirla a ella. — Señaló a mi madre. — Me enteré que se marchaba, investigué a dónde y compré un billete de avión en su mismo vuelo, conseguí que no me viera y ya sólo fue seguirla hasta tu casa, alojarme en un hotel cercano y pasearme por aquí, esperar a que un vecino saliera, entrar en el portal y buscar en los buzones tu piso.
-La has seguido desde Santo Tomé y Príncipe y has rondado mi casa ¡Eso es de locos!
-¿Y quién dice que yo esté cuerdo? — Quedaba claro que era un demente.
-¿Y las fotos?
-Creí que podría interesarte tener algo de mí después de tantos años. — ¿Qué le hacía pensar que yo quería tener algún recuerdo suyo?
-No quiero nada tuyo, que te quede muy claro. Dime ¿Qué quieres?
-¿Tan mal te hemos educado? Ni siquiera eres capaz de decirme; "Hola, papá ¿Cómo estás?"
-Primero, yo hace mucho que no tengo padre. Segundo, tú no me educaste, simplemente te dedicaste a maltratarnos, y tercero, realmente no me importa cómo estés, así que, dime ¿Qué quieres?
-Kenia, no sea tan rencorosa. — Me asqueaba el simple hecho de que mi nombre saliera de sus labios.
-¿Qué quieres? — repetí.
-¡Vete! — gritó mi madre.
-¿Tienes miedo de que se lo cuente? — Él la miró con una perturbadora sonrisa en el rostro.
-¿De qué está hablando? — Observé a mi madre esperando una respuesta, pero no dijo nada, simplemente se limitó a cubrirse el rostro con las manos.
-Ella no te contará nada, es una cobarde. — Calló unos segundos — Se trata de tu origen.
-¡Cállate! – Vi verdadero pánico en los ojos de mi madre. Nunca antes la había visto tan asustada. Verla así me provocó pánico, ¿Qué era eso tan grave que le asustaba tanto?
-¡Suéltalo ya! — grité desesperada.
-No puedes seguir ocultándoselo. — Mi madre empezó a sollozar. — ¿Prefieres decírselo tú o lo hago yo?
-Eres un maldito cabrón — protestó ella. Él sonrió. – No eres hija nuestra — finalmente decidió hablar ella. Me quedé paralizada.
-¡¿Cómo?!
-Ella te recogió — prosiguió él.
Mi madre lo fulminó con la mirada.
-Nadie te reclamó, así que te cuidé.
-¿Cómo que me recogiste? — Miré a mi madre, esperando una respuesta. — ¿Cómo que nadie me reclamó? Empieza desde el principio, por favor. — Necesité sentarme en uno de los taburetes de la cocina, necesitaba respirar, procesar todo lo que estaba ocurriendo.
-Estabas abandonada en la calle. La primera vez que te vi, sentada en el suelo, en una esquina de nuestra calle, simplemente pensé que alguien te había dejado ahí un rato, y que luego irían por ti, aunque no estaba convencida, eras demasiado pequeña para dejarte sola, tenías como dos años. — Cerró los ojos y respiró profundo, antes de continuar. — Cuando volví a pasar, volviendo de casa de unos amigos, eran ya algo más de las once de la noche, tú seguías allí, dormida en el barro. Entonces me di cuenta de que nadie iría a por ti. No pude dejarte allí. Te llevé a casa y cuidé de ti. Me pasé el siguiente año esperando que la policía encontrara a tu familia, pero nunca apareció nadie, nadie te buscó. Entonces decidimos adoptarte, porque yo ya te sentía como mía. Para mi fuiste mi hija desde el momento en que te tuve entre mis brazos. — No pudo seguir hablando, tapó su rostro con sus manos intentando ocultar las lágrimas.
-Te trajo a mi casa sin mi permiso. — Ernestin alzó la voz. — Ya que ni siquiera era de mi sangre, ¡por lo menos que hubiera traído un niño! — Le gritó a mi madre. Ella no contestó.
-¡¿De verdad crees que eso disculpa que me hayas tratado como lo has hecho?! — Le grité. Mi madre ni siquiera se atrevía a mirarme. — Da igual que fuera de tu sangre, me habrías maltratado igual, porque eres un maltratador; un misógino sin arreglo. Así que dime, ¿qué ganas con esto? ¿qué quieres de nosotras? ¡Ya habíamos salido de tu vida!
-¿No lo entiendes de verdad? Y yo que creí que eras más inteligente. Es fácil, ella es mi mujer, es mia y tiene que estar conmigo. Que se quite de la cabeza esas estupideces de dejarme porque eso no se lo voy a permitir, así que mientras no esté conmigo estás son las consecuencias.
Me puse en pie casi de un salto.
-Escúchame bien, porque no pienso volver a repetírtelo. Doy gracias de no llevar tu sangre corriendo por mis venas, no eres mi padre, nunca lo fuiste y jamás lo serás. Ella no va a volver contigo, no es de tu propiedad, no es una cosa, y porque sea tu mujer no tiene que aguantar que la maltrates.
-¿Cómo puedes defenderla después de que te haya mentido toda la vida?
-Porque soy mujer — no hubo réplica por su parte. — Y a pesar de que no me haya parido, es mi madre y siempre lo va a ser. — Mi madre dejó su rostro al descubierto y me observó. — Y sinceramente. Después de como nos has tratado, eres el menos indicado para dar lecciones de moral. El que no sea tu hija no te da derecho a tratarme como lo has hecho, aunque no sé por qué me sorprende, si no eres capaz de querer a tu mujer ¿Por qué ibas a quererme a mí?
-En eso te equivocas — protestó. — Yo quiero a mi mujer.
-Eso no es querer, quien quiere no maltrata. Tú lo que quieres es poseerla. — No respondió. — Voy a buscar algo. No se te ocurra acercarte a ella — le advertí.
Fui a mi cuarto, saqué los sobres de mi mesita de noche y volví al salón.
-Toma — se los entregué a Ernestin. — No las quiero. No quiero nada tuyo. — Las miró sin reaccionar. — O te las llevas o las quemo, tú decides. — Finalmente las agarró.
-Me decepcionas, te he educado para que seas más fuerte. — Esto ya era demasiado para mí.
-¡Vete! — le grité. — ¡Fuera de mi casa!
Fui hacia la puerta, a abrirla para que se marchara. Se puso en pie. Caminó lentamente hacia mí y salió. Antes de que pudiera decir nada más, cerré la puerta en sus narices.
No le dediqué ni una simple mirada a mi madre, fui directa a mi habitación. Me eché sobre mi cama y hundí la cara en la almohada, ahogando un grito.
No podía con la situación. Me derrumbé. Lloré por lo que acababa de pasar y por mi bebé, que no había tenido la oportunidad de vivir. No llegué a ver su rostro, ni pude ponerle un nombre o un mote que odiara, pero en el fondo amaría porque así le llamaría su mamá. No pude tener el placer de cargarlo en mis brazos o de observarlo mientras dormía, o simplemente quejarme por lo mucho que lo mimaría su madrina Janet.... No tuvo cumpleaños, no tuvo nada; no pudo vivir.
Por algo dicen que las desgracias nunca llegan solas.
-Mimi — Alcé la vista y vi a mi madre junto a la cama. — Necesito que me escuches, por favor.
-No. Ahora no, por favor. — Me puse en pie. Sequé las lágrimas de mi rostro y cogí mi bolso, que colgaba de un perchero de la pared, pasé por su lado sin mirarla y salí por la puerta.

PERDIENDO EL ALIENTODonde viven las historias. Descúbrelo ahora