CAPÍTULO 9 (EMOCIONAL): "𝐿𝑎 𝑟𝑎í𝑑𝑎 𝑠𝑖𝑙𝑙𝑎"

31 3 2
                                    

Llevaba dos horas en Lisboa. Esperaba en un hotel para salir hacia el aeropuerto. El calor era menos denso que en Madrid. No tenía esa necesidad constante de meterme bajo la ducha.
Ignoré de nuevo la llamada de Christopher. Marqué el número de mi madre. Ella no contesté. Decidí dejarla un mensaje de voz por WhatsApp.
   -Hola, mamá. Probablemente cuando oigas esto yo ya esté en Santo Tomé, pero bueno, antes de marcharme quería que supieras por mí que un detective ha encontrado a mis padres biológicos y voy a conocerlos, bueno, a él, porque ella ya no está. Cuando vuelva te lo contaré todo. Lo que quería decirte es que sin importar lo que pase allí, las cosas entre tú y yo no cambiarán. Independientemente de la sangre o lo que sea tú siempre serás mi madre. Que te quiero muchísimo y si puedes llámame. Un beso, mamá. — Colgué.
Me levanté de la cama y caminé hacia la puerta. Quería dar un paseo por la playa antes de ir al aeropuerto.

Abrí los ojos justo cuando el avión empezaba a despejarse. Habíamos llegado a Santo Tomé.
Bajé precipitadamente del avión. Estaba emocionada. No sólo por el motivo del viaje, sino por volver allí. Mi hogar. Mi Africa. Mi San Tomé.
Entre en el aeropuerto, recogí mi maleta, salí de allí. Todo demasiado rápido.
Entonces me permití respirar. En la calle, tomé profundamente aire y lo solté como si respirara por primera vez. Saboreé el aire puro y el olor a sal que impregnaba toda la isla. Me dejé llevar por el frondoso paisaje. Todo era tan natural, tan paradisíaco que embriagaba.
Tomé un taxi y me dirigí al hotel donde había hecho una reserva. Pasaría allí la noche. Al día siguiente iría a la isla de Santa Catarina, donde se encontraba mi padre.
No encendí el móvil en toda la noche.

Abrí los ojos lentamente mientras situaba la vista en la pequeña y modesta habitación en la que me encontraba. Agradecí la ausencia de un calor sofocante.

Me di una ducha fría, recogí mi cabello en un moño alto, me puse un vestido escotado, holgado y corto y bajé, descalza a la playa, a caminar a mojarme los pies; a lo que fuera.
Ciertas cosas habían cambiado desde que me marché. Más rascacielos. Más urbanizaciones. Lo único que continuaba igual era el mar. Tan azul, tan cristalino y tan pasivo. Perfecto como siempre.
Los niños correteaban a mi alrededor con completa libertad. Mientras los turistas, algunos dirían que yo lo era, se maravillaban y fotografíaban los cocoteros y el paisaje.

Cuando volví al hotel, le pedí la clave del WiFi al recepcionista. Decidí enviar un Email al detective agradeciéndole su trabajo y preguntando si tenía algún dato más. No comprendía cómo había llegado a parar a Santo Tomé, si mis padres eran de Santa Catarina.
Incapaz de dormir, me pasé la noche viendo una y otra vez las fotos de Instagram de Christopher, había subido unas cuantas en los últimos días. Imágenes preciosas del paisaje, una en grupo, con sus hermanos, y otra solo, en la playa, con una sonrisa torcida; traviesa, en los labios. Estaba tan sexy que resultaba difícil apartar la vista.
Bajando más en sus publicaciones, encontré una que me hizo a mí en su sofá, mientras yo me reía a carcajadas. Recordar aquel momento fue como si me dieran un puñetazo directo en el pecho, porque por un momento perdí el aliento. Tras ello, empecé a llorar. Las lágrimas se volvieron imparables en mis ojos. Mi pecho se oprimía por momentos. Estaba rota y él era el único que podía arreglarme.

El despertador sonó más pronto de lo que me habría gustado. Apenas había dormido dos horas. Me desperté a regañadientes. Revisé el correo y abrí un mensaje que me había mandado el detective, en el que me explicaba que, en el momento en que me perdí, mis padres vivian en Santo Tomé, pero más adelante se mudaron a Santa Catarina.
Me di una ducha rápida, recogí mis cosas y bajé a recepción, donde pregunté donde podía conseguir una buena taza de café, ya que ellos no servían comidas. Me recomendaron un restaurante a unas calles de allí, y tras cuatro tazas de café, ya estaba lista para marcharme de la isla.
Fui al puerto y allí puse rumbo a la isla de Santa Catarina.

Bajé del barco a la una de la tarde.
Arrastré la maleta por el paradisíaco lugar. Desde donde me había dejado el bote, hasta las pocas casas del lugar, había un camino de carretera con un tunel en medio que cruzar. Todo estaba rodeado de cocoteros y a un lado, el mal golpeaba la arena con fuerza.
Tardé diez minutos en aproximarme a las primeras casas. Eran escasas, por lo tanto, suponía que no me resultaría complicado encontrar a mi padre.
Me acerqué a un par de hombres que charlaban animosamente en el porche de una casa.
Esperaba que mi portugués no hubiera empeorado significativamente.
   -Buenas tardes.
   -Buenas tardes — saludaron a la vez. Ambos me miraron. — Me preguntaba si por casualidad conocen a Agostinho Marques. - Los dos negaron con la cabeza.
   -No, señorita. Lo siento.
Pregunté a unas quince personas más, pero ninguna parecía tener idea de quién les estaba hablando.
Frustrada, entre en un bar en busca de agua o cualquier cosa de beber. Me acerqué a la barra y me senté en un taburete, ignorando a todos los demás que se encontraban allí. Una chica alta y guapa, con el cabello afro recogido en un moño, me sonrió desde el otro lado.
   -Hola. — La saludé. No contestó. Frunció el ceño. Me observó detenidamente. Sorprendida. Pareció perderse en mis ojos, en mis labios, en mi nariz... En mi rostro. — Hola — repetí.
   -Perdona. Hola.
   -Me pones un vaso de agua, ¿por favor? — Tardó menos de un minuto en poner un vaso frente a mí.
   -Gracias. ¿Puedo hacerte una pregunta?
   -Sí, claro.
   -¿Por casualidad no conocerás a Agostinho Marques? — Se quedó callada unos segundos, dudando si contestar.
   -Sí, es mi tío. ¿Lo buscas por algo?
¿Cómo decirlo?
   -Es mi padre biológico. Creo.
   -Vamos. — Se desató el delantal que colgaba de su cintura. — !Paulo, salgo un momento! — gritó. Salió de la barra y caminó hacia la puerta. Yo la observé como si no sé dirigiera a mí. — Vamos.
Fui tras ella arrastrando mi maleta.
   -¿A dónde vamos? — pregunté cuando estuvimos en la calle.
   -A casa de mi tío.
   -¿Cómo sabes...?
   -¿Que dices la verdad? — Me observó. — Solo hay que verte. Eres idéntica a ella. A la tía Maria.
   -¿A la...? — El corazón me dio un vuelco. — ¿Mi madre?
   -Sí. Es increíble. — Volvió a fruncir el ceño; incrédula. — Es como verla otra vez. — Su voz tembló. Por un momento dejó de verme a mí. Veía más allá. —  ¿Cómo te llamas?
   -Kenia.
   -Soy Yonelma, aunque todo el mundo me llama Nelma. — Me dio la mano. — Bien, Kenia, voy a presentarte a tu padre.
Caminamos unas cuadras en silencio hasta llegar a una casa solitaria, alejada de todo.
   -Ahí está.
Lo observé desde lejos, sentado en una raida silla de plástico blanca, mirando al frente, perdido en su propia mente. Su cabello tenía un tono grisáceo, haciéndolo ver más joven de lo que en realidad parecía, aunque era fácil distinguir el peso del dolor, el sufrimiento y la tristeza sobre sus hombros. Los años no lo habían envejecido como todas aquellas cosas. Sus ojos eran saltones y sus labios carnosos. Su rostro era delgado, aunque más bien se veía carcomido, chupado.
Tardé media hora en decidirme a acercarme a él, mordí mis labios, mis uñas, sequé nueve veces mis manos en mi vestido, e imaginé infinitas conversaciones que podría tener con él.
Finalmente me decidí a acercarme, o más bien, Nelma me impulsó. Con paso lento e inseguro caminé hacia él.
Él no me sintió llegar, ni notó que me agachaba a su lado en el suelo. Seguía con la mente deambulando en otro lugar o algún otro tiempo, mirando el patio frente a él. Rocé su mano, y conseguí su atención; clavó los ojos en mi, y lentamente los vi acristalarse, humedecerce. Lo primero que hizo fue pronunciar su nombre.
   -Maria, cariño mío. — Me acarició el rostro con la mano. — Me he quedado dormido pensando en ti, y ahora estoy soñando contigo otra vez.
   -Hola — murmuré casi entre lágrimas. — Él me observó como si yo fuera algo fuera de este mundo; algo que temía perder. — No soy Maria. — Él cerró los ojos unos segundos y me observó de nuevo.
   -¿Qué dices? — Su rostro no pudo evitar mostrar dolor. Un dolor desgarrador, de ese que quema la piel y destruye por dentro, pero no sabes cómo deshacerte de él. Respiró profundo y volvió a observarme detenidamente. — ¿Quién eres?
   -Soy Kenia. Hace veintitrés años me perdí en la calle, me alejé de mis padres y me acabó criando otra familia. Mi padre vive en esta casa, y lo estoy buscando.
Entonces sus cejas se elevaron y la primera gota cayó de sus ojos, sin poder frenar a las siguientes.
   -Te pareces tanto a ella — murmuró. — Tanto que duele. Me mata saber que ella no está aquí para ver qué estás aquí, en casa. En su casa.

Os leo!!! 💜

PERDIENDO EL ALIENTODonde viven las historias. Descúbrelo ahora