CAPÍTULO 2 (INCONDICIONAL): "𝐿𝑎 𝑚𝑢𝑗𝑒𝑟 ℎ𝑢𝑟𝑎𝑐á𝑛" (PARTE 1)

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Sentir su mirada sobre mí hizo que mis pies reaccionaran sin pensarlo. Me acerqué lentamente a él, sin importar quién me estuviera viendo, o estuviera allí con nosotros. Todo se disipó. Solo estábamos él, sus ojos, sus labios... y yo. Cuando quise darme cuenta, casi podía notar su respiración sobre mi piel, su olor inundaba mi olfato; olía igual.
-Kenia — dijo mi nombre. Quizá me lo imaginé.
-Christopher — murmuré.
Se hizo el silencio. Nos guiamos por miradas. Estábamos a escasos centímetros. Mis manos me suplicaban más, un roce, una caricia, pero sus ojos me mantuvieron cautiva.
-Christopher — volví a murmurar.
-Kenia — repitió, sin apartar la vista de mí. Fue como si me tocara sin siquiera hacerlo, podía sentirlo, el calor de su piel, ese escalofrío.
Sentí la mano de Janet sobre mi hombro, y de repente, todo volvió a estar en su sitio; la multitud, el murmullo. No pude evitar agachar la cabeza avergonzada, y dar dos pasos hacia atrás para alejarme de Christopher.
-Hola — Janet, que cargaba a Bela en brazos se la entregó a su padre, que la recibió con besos por toda la cara y alzándola en el aire.
-¿Cómo está mi niña preciosa? — murmuraba una y otra vez mientras la niña se reía.
Aun habiendo pasado tres años desde el nacimiento de Bela, todavía en aquel momento me resultaba chocante ver lo mucho que Rubén la adoraba. Cuando se enteró que Janet iba a tener un hijo suyo se negó rotundamente a interesarse por él, o a hacerse cargo, llegando a sugerir que Janet se decidiera de, lo que él llamó en aquel momento "Un error desafortunado". Obviamente Janet se negó rotundamente, dispuesta a criar a su hija sin un padre. Tras una desaparición durante todo el embarazo, no fue hasta meses después del nacimiento de la niña que Rubén contactó con Janet, suplicando ver a su hija. Ella se negó sin pensarlo dos veces. Estaba dolida por el rechazo a su hija. No quería exponer a Bela a un padre que quizá no estaría siempre. Pero pasaban los meses y él no dejaba de insistir, cada día llamaba para pedir perdón por su actitud, aseguraba estar arrepentido, que no quería más que ver a la niña, aunque fuese una sola vez. Finalmente con su insistencia y la labor de Iván y mía de convencer a Janet, Rubén por fin logró conocer a su hija.
Aquella primera vez que él la sostuvo en brazos, fue en casa de Janet, yo estaba presente. Ella me había pedido que la acompañase. Estaba nerviosa por dejarlo coger a la niña, yo intenté tranquilizarla asegurando que no tenía por qué temer, pero es imposible que se mantenga en calma cuando se trata de Bela.
Nunca olvidaré cómo Rubén miró a su hija en cuanto vio su rostro por primera vez. Adoración es la palabra que podría acercarse a definir lo que su rostro reflejaba. No tuve dudas en que la amó desde ese mismo instante. Pero Janet era otro asunto, siempre iba cautelosa, jamás los dejaba solos y hasta que la niña no cumplió los dos años, después de mucha insistencia por parte de él, no dejó que Bela pasara una sola noche en casa de Rubén.
Aun sabiendo que era un buen padre, me costaba dejar atrás la parte de la historia en la que aquella pequeña no le importaba.
-Hola, Christopher. — Janet lo saludó con dos besos en las mejillas. — No sabía que conocías a Rubén.
-Somos muy buenos amigos desde hace mucho tiempo. No sabía que eras la madre de Bela. — Entonces dirigió su mirada a su amigo. — No me suena si quiera que me mencionaras el nombre de su madre.
-Es posible que no — contestó Rubén.
-El mundo es un pañuelo — comentó Janet.
-Sí — afirmé. Christopher me dedicó una mirada fugaz.
Entonces Rubén pareció percatarse de mi presencia.
-Hola. Tú eras... — calló, pensativo.
-Kenia.
-Claro. — Se acercó a mí, con la niña en brazos y me dio dos besos en las mejillas. En cuanto se alejó de mí, me observó detenidamente, después Christopher. Por un segundo su rostro se iluminó como si hubiera descifrado un enigma o descubierto una gran verdad. Meneó la cabeza con una pequeña sonrisa en el rostro, pero no articuló palabra.
   -Voy a buscar a mi madre para que conozca a la niña. — Rubén caminó tras nosotras.
   -Voy contigo. — Janet lo siguió sin dudarlo.
Quise protestar, porque sabía lo que su marcha significaba. Me quedaría con él, y únicamente nos separaban dos pasos.
   -Te veo genial. — Él rompió el silencio. — ¿Qué tal todo?
Respiré hondo y contesté como si no tuviera ganas de saltar a sus brazos. Como si estuviera de acuerdo con esos dos pasos que nos separaban.
   -Todo bien. Con trabajo, casa y salud, ¿qué más se puede pedir?
   -Me sorprendes, Kenia. ¿La chica de las locuras ya no quiere aventuras?
   -¿Quién ha dicho que no tenga aventuras? — Sus labios mostraron una sonrisa espontánea. La amé. Y eso me hizo ser aún más consciente de lo mucho que había echado de menos sus pequeños detalles, gestos e incluso su olor.
   -Nunca hay que subestimarte. Siempre has sido una "Mujer huracán" — Ambos sabíamos lo que aquello significaba. Aquel poema que había releído infinidad de veces durante los últimos tres años, no me era en absoluto indiferente.
Volvimos a permanecer en ese estado silencioso en el que únicamente nos mirábamos a los ojos. Algo estaba fluyendo. Una electricidad que no lograba controlar. Él no pareció notarla. Quizá únicamente la sentía yo.
-Tu "Mujer huracán". — Esta vez fui yo la que sonreí. — Me compré el libro.
-A ti no te va a la poesía.
-A veces le encuentras el punto a ciertas cosas que nunca pensabas.
-Bien. — Volvió a sonreír. — Háblame de esa nueva Kenia que le ha encontrado el punto a otras cosas.
-¿Qué quieres saber?
-Diría todo, pero no tenemos tanto tiempo.
Me reí.
-¿Desearías poder detener el tiempo? — Sus ojos se posaron de nuevo sobre mí, pero esta vez, su mirada era firme, determinada.
-Hay ciertos momentos que me habría gustado alargar.
-¿Cómo cuáles?
-Déjame guardarme algunas cosas. Sigues sin decirme nada sobre esta nueva Kenia.
   -Esta nueva Kenia disfruta de la poesía y de la música romántica mientras se toma un gran vaso de vino. — Omití la parte de que lo disfrutaba porque todo me recordaba a él.
   -Me gusta esta nueva Kenia, pero adoraba a la antigua.
   -¿Así?
   -Sí. La que me aporreaba la puerta los sábados por la mañana porque la molestaba la música.
-Eso lo seguiría haciendo. Siempre la ponías a eso de las ocho de la mañana. — El se río.
-Era tentador si sabía que te iba a ver. — Y otra vez se hizo el silencio, acompañado siempre de las miradas.
El sonido de un teléfono móvil nos sobresaltó. El se hurgó los bolsillos del pantalón y lo sacó.
   -Perdona. — Se alejó unos pasos. — Hola cariño... — conseguí escuchar.

PERDIENDO EL ALIENTODonde viven las historias. Descúbrelo ahora