Moa & Ando (1)

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古池や
蛙飛込む
水の音
松尾芭蕉

Moa y Ando ─

(Territorio Tokugawa, Japón, año 1598)

1

La armada de Yukimura se desplegaba en fila india sobre el sendero, eran quince jinetes a caballo. Mientras tanto, diez soldados de infantería marchaban a pie río arriba, con la misión de encontrar el cadáver de Kentaro, al que aseguraban haber dado muerte con un golpe de piedra en la cabeza.

Moa y Ando habían sido tomados como rehenes y estaban siendo trasladados por la caballería hacia el suroeste. El general al mando de la tropa decidió que serían prisioneros, para presentarlos como pruebas del deceso de Kentaro ante el señor Yukimura, en caso de que los infantes no encontraran el cuerpo.

Ambos caminaban por detrás del grupo, custodiados por el último jinete de la marcha, un soldado enorme y taciturno. Ando tenía las manos amarradas por la espalda con una soga, mientras que Moa las tenía atadas al frente, con un rollo de soga alrededor de las muñecas y una cuerda extra que la unía a la montura del caballo. Con esto la forzaron a caminar, sin compasión, ya que al escuchar que los soldados habían matado a Kentaro, se desmoronó en un llanto desconsolado y perdió el espíritu para continuar caminando.

El mediodía llegó con un calor abrumador. Uno de los miembros del escuadrón reprendió a otro por no haber llenado las cantimploras en el río. La discusión se intensificó, y otros miembros se unieron, lanzando acusaciones en un ir y venir de reproches que revelaba la desesperación por la sed y la falta de previsión que los había llevado a esa situación crítica.

—No murió —susurró Ando, aprovechando el bullicio para no ser escuchado—. Moa levantó la cabeza, con los ojos humedecidos, y lo miró con una mezcla de agonía y desesperación. —He visto al sensei pelear contra seis oponentes en una ocasión —continuó Ando—, una piedra no puede derrotarlo, créeme, Moa-chan—. Ella fue incapaz de responder, y entre sollozos que sacudían su cuerpo, abrumada, volvió a agachar la cabeza, como si las palabras de su amigo fuesen insuficientes. Ando siguió hablando, pero sus susurros se volvieron incomprensibles ante el alboroto y los gritos.

—¡Cállense! —ordenó el líder del escuadrón con un tono severo y autoritario—. Nos detendremos a la sombra, a esperar la caída del sol. Cuando sea la hora, continuaremos la marcha.

Los soldados desmontaron con un ruido metálico, sus armaduras resonando en el silencio del bosque. Uno a uno, se dirigieron a la sombra de los árboles, donde las copas frondosas les brindaban un refugio temporal. El soldado que custodiaba a Moa y Ando se tomó un momento para asegurarse de que todo estaba en orden, con su katana lista en la vaina. Finalmente, descendió y, con un gesto brusco, arrastró a sus cautivos hacia el corazón del bosque.

—Odio el ruido que esos tontos hacen, no saben más que gritar y decir tonterías—. Fue lo primero que dijo el enorme soldado, palabras que solo sus prisioneros pudieron escuchar en medio del canto de las cigarras. —Sentémonos aquí— propuso mientras ataba la soga que sujetaba las manos de Moa a un árbol, su voz grave y rota contrastaba con la algarabía de los demás, que seguía resonando en la distancia.

—No deberías atarla al árbol, ella no va a intentar hacer nada —dijo Ando al soldado sin vacilaciones.

—¿Crees que puedes decirme lo que debo hacer? —el soldado levantó la espada y colocó el filo de la hoja sobre la mejilla de Ando, su mirada desafiante— ¿Eh? ¿Crees que puedes?

—No, señor, lo lamento.

El captor terminó de atar a la joven, luego les indicó con gestos que se sienten junto al árbol, uno al lado del otro, finalmente se recostó frente a ellos en otro árbol a pocos metros. Su mirada paciente y atenta.

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