I don't need nobody
—Mount Everest, Labrinth
Capítulo 3. Hank.
Era el putísimo amo.
Me miré las manos, los dedos me temblaban ligeramente, de la emoción, del éxtasis. Un clamor interno trepó por mi garganta y tuve que apretar los labios para no soltarlo en alto. Quería saltar. Incendiar el mundo. Me pertenecía. Ese instante era solo mío. La adrenalina aún me zumbaba en las venas y era una sensación gloriosa. No aparté la vista de los surcos de las palmas de mis manos, de mis dedos, de la emoción del instante.
La saboreé, me emborraché con ella, dejé que se expandiese por mi cuerpo, que estallase en mi cabeza.
Mi primera operación.
Había sido mi primera operación en solitario.
Supervisado, sí, pero que coño, el vejestorio del doctor Parker no había movido un puto dedo, ni me había corregido en ningún punto.
Lo había hecho, lo había conseguido por mi cuenta.
No era crítica, de vida o muerte o excesivamente difícil, pero era mía, mía, mía.
Había logrado comerle la oreja a la gente indicada, camelar a un puñado de funcionarios para que me limpiasen la bala, el pequeño fragmento de metal que había extraído con las pinzas, entre el tejido, los tendones. Podía recordarlo con claridad milimétrica. Me perdí en los detalles, para memorizarlos y mis dedos se movieron en el aire, siguiendo el procedimiento, paso a paso, mientras una sonrisa descarnada se abría paso en mis labios.
Estaba eufórico y hacía siglos que no sentía nada parecido. Nada tan intenso.
Joder.
Quería celebrarlo. Proclamarlo.
Inspiré profundamente antes de salir al pasillo, acababa de amanecer y técnicamente mi turno estaba a punto de expirar. Pero no pensaba volver a mi casa. Dormitaría en una de las camas y me uniría a las rondas. No notaba un ápice de cansancio o extenuación, estaba más que preparado para comerme el mundo. Para hincarle el diente a la grandeza. Y también me sentía impaciente. Ser interno era una tortura, una forma de prolongar la agonía, de posponer mis objetivos. Me había prometido ser el mejor. Dar una paliza a cualquier mindundi que se interpusiese en mi camino.
Los escrúpulos podían ser opcionales si se trataba de mi futuro.
Iba a pisotearlos si eso me permitía ascender.
Colocarme en la puta cima del mundo y escupir hacia abajo.
—Pareces un puñetero psicópata.
Ese comentario solo incrementó la burla de mi sonrisa. Boris frunció el ceño como respuesta, estaba ojeroso, algo despeinado. Los turnos eternos pasaban factura también a los enfermeros. El rubio me escrutó unos instantes, cauteloso e irritado.
—¿Qué? —soltó de mala gana cuando le devolví la mirada como si nada, brutalmente satisfecho.
—He operado —respondí y me relamí los labios—, solo.
—¿Sin supervisión? —sus despeinadas cejas doradas se alzaron con una buena dosis de escepticismo.
—Como un puro trámite —desdeñé, sin que sus reticencias fueran capaces de socavar mi estado de ánimo, vibrante.
Boris asintió, aunque su gesto se vio interrumpido por un bostezo que no se molestó en ocultar. Como una provocación abierta de lo poco interesante que le resultaba. Di un paso al frente, más cerca de él y se mantuvo en su sitio, su mirada se tiñó de algo similar a la expectación y siguió mis movimientos, esta vez sin tanta cautela en sus cansados ojos castaños, y, desde luego, con más interés.

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Ultravioleta
Novela JuvenilElla era una llama. Y él la avivó sin saber que los dos arderían, pero ¿cómo evitarlo cuando su nombre suena tan bien en sus labios? Él era una idea terrible. Y ella pudo verlo, pero ¿cómo resistirse si su pulso era la melodía más fascinante que ha...