Sed De Venganza. (Tinta y Fuego parte IV).

17. Monstruo.

Akaza Hakuji:

Antes

La voz de Gyokko al otro lado de la línea telefónica tuvo el mismo efecto en mi que un alfiler clavando su afilada punta en una burbuja.

El sosiego de estos últimos días y el recuerdo de Senjuro durmiendo entre mis brazos aquella noche en el hospital empalidecieron de golpe nada más escuchar su voz.

Una ubicación y la promesa de un misterio por desvelar.

Cada vez me sentía más y más distanciado de los Lunas de Sangre y más ahora que me sentía de nuevo como un ser humano. Por fin volvía, tras demasiados años sintiéndome vacío y devastado a estar completo, por eso ahora sentía que esa estabilidad podía evaporarse en un abrir y cerrar de ojos si tomaba una decisión equivocada.

Un misterio por desvelar…, un misterio que tenía que ver conmigo.

Durante unos minutos dudé si merecía la pena hacerle caso al subordinado de Dōma, honestamente, era del tipo de tío con el que uno no querría tener nada que ver y al que con gusto lo mandarías cuanto más lejos mejor.

Finalmente y pensando que no tenía nada que perder solté una maldición mientras me encaminaba a mi habitación para cambiarme, para ir a ver al cara pez no me esmeré demasiado; una camiseta de manga larga ligeramente holgada, unos vaqueros blancos de aspecto desgastado y unas botas negras. Del perchero del recibidor tomé una gabardina a juego con el calzado, la cartera y mis llaves. Mientras me dirigía a por la moto investigué sobre el lugar que señalaba la ubicación que me habían enviado.

Al parecer setenta años atrás había sido un geriátrico que en sus inicios había gozado de mucho renombre y distinción, ya que las familias más adineradas del país ingresaban a sus mayores en él.

Sin embargo no es oro todo lo que reluce y tras veinte años tuvo que cerrar debido a que con frecuencia había muertes o extrañas desapariciones entre sus usuarios. En Google encontré fotografías tomadas en la década de 1950 y otras más actuales. El edificio de estilo europeo en las fotografías en blanco y negro, pese a que se podía ver a personas tomando el sol en los jardines que lo rodeaban o sentados junto a una fuente adornada con un regordete querubín que soltaba un chorro de agua por una ostra que sostenía, abierta, entre sus manos, tenía algo tétrico que se veía incrementado en las fotos más modernas y en las que aparecía prácticamente en ruinas. Un desagradable escalofrío me recorrió la espalda, pero de todos modos me guardé el móvil en el bolsillo interior del abrigo y tras calzarme el casco me puse en camino.

Al llegar la sensación de encontrarme en un lugar maldito se incrementó hasta alcanzar niveles enfermizos. Entré en el edificio tras seguir un sinuoso camino de grava, en algún momento pude reconocer a duras penas la fuente del querubín, aunque en esos precisos momentos su cabeza descansaba a sus pies entre feos yerbajos crecidos y sus brazos despedazados y desperdigados en derredor. Contuve un gesto de disgusto y subí la escalinata que conducía al interior del siniestro –en todos los sentidos– edificio.

Dentro vi que había un gran recibidor y al final de este unas escaleras de mármol que ascendían hacia los pisos superiores y en cada uno de ellos se bifurcaba a derecha e izquierda. En las paredes había grafitis, algunos con mensajes obscenos, otros con elementos satánicos lamentablemente dibujados y vanos intentos de artistas con el pulso de un flan.

Comencé a subir los peldaños hacia el primer piso y cuando llegué a lo alto escuché el sonido de voces amortiguadas que venían de alguna estancia que se encontraba a mi derecha. Fruncí el ceño y me encaminé en esa dirección. Pronto reconocí las voces de Gyutaro y Dōma. El segundo hablaba en su particular tono sereno, con una entonación ligeramente seductora que inexplicablemente hacía que la mayoría de la gente que no conocía su personalidad sádica y retorcida cayera rendida a sus pies.