Capítulo 10

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Hace mucho tiempo, cuando los niños empezaron a desaparecer, los aldeanos entraron al bosque para buscarlos, pero se encontraron con tormentas, inundaciones, ciclones y árboles caídos. Cuando por fin lograron atravesar el bosque, hallaron un pueblo escondido detrás de los árboles y, vengativos, lo asediaron, solo para descubrir que era su propia aldea. De hecho, no importaba por dónde hubieran ingresado los aldeanos al bosque, siempre salían por donde habían entrado. Parecía que el bosque no tenía intención de devolver a sus hijos. Y un día descubrieron por qué.

El Sr. Deauville había terminado de sacar los libros de cuentos de ese año cuando advirtió una mancha enorme en el pliegue de una caja. La tocó con el dedo, y descubrió que el manchón estaba mojado de tinta. Mirando más de cerca, vio que era un sello con un elaborado emblema de un cisne negro y un cisne blanco. En el emblema había tres letras:

E.B.M.

No tuvo necesidad de adivinar qué significaban las letras. Estaba escrito en un estandarte debajo del emblema. Unas palabras negras y pequeñas que informaban a la aldea a dónde habían ido a parar sus hijos:

LA ESCUELA DEL BIEN Y DEL MAL

Los secuestros continuaron, pero ahora el ladrón tenía nombre. Lo llamaron el Director.

Pocos minutos después de las diez, Sophie arrancó el último cerrojo de la ventana y forzó los postigos. Pudo ver el borde del bosque, donde su padre, Stefan, esperaba junto al resto de la guardia perimetral. Pero no parecía ansioso como los demás: Stefan sonreía, con su mano apoyada sobre el hombro de la viuda Honora.

Sophie hizo una mueca. No tenía idea qué podía ver su padre en esa mujer. Mucho tiempo atrás, su madre era tan perfecta e inmaculada como una reina de un libro de cuentos. En cambio, Honora tenía una cabeza diminuta y cuerpo redondo, como un pavo.

Su padre murmuró alguna picardía al oído de la viuda, y Sophie se puso colorada de vergüenza. Seguramente, si los dos hijitos de Honora estuvieran en peligro de ser secuestrados no se reiría tanto. Es verdad que Stefan la había encerrado antes del crepúsculo, le había dado un beso y actuado como un padre amoroso. Pero Sophie sabía la verdad. Veía la realidad en la cara de su padre todos los días de su vida: su padre no la quería porque ella no era un varón. Porque Sophie no le recordaba a sí mismo.

Y ahora quería casarse con esa bestia. Después de cinco años de la muerte de su madre no se consideraría impropio ni insensible. Un simple intercambio de votos y tendría dos hijos, una familia nueva, un nuevo comienzo. Sin embargo, necesitaba la bendición de Sophie para que los Ancianos le permitieran casarse. Y las pocas veces que lo intentó, Sophie cambió de tema, empezó a cortar pepinos ruidosamente o le sonrió de la misma manera que le sonreía a Radley. Su padre no volvió a mencionar a Honora.

Que el cobarde se case con ella una vez que me vaya, pensó, mientras lo miraba con odio a través de los postigos. Cuando ella se marchara, su padre se daría cuenta de cuánto valía. Cuando Sophie desapareciera, sabría que nadie podía reemplazarla. Cuando ella no estuviera más, él sabría que había engendrado a alguien más valioso que un hijo: había creado a una princesa. Con sumo cuidado, Sophie colocó sobre el alféizar algunos corazones dejengibre para el Director. Por primera vez en su vida los había preparado con azúcar y manteca.

 Después de todo, eran especiales, un mensaje para darle a entender que iría por su propia voluntad. Hundió la cabeza en la almohada, cerró los ojos y se olvidó de la viuda, de su padre y de la desdichada Gavaldon. Sonriendo, contó los segundos que faltaban para la medianoche.

La escuela del bien y el malDonde viven las historias. Descúbrelo ahora