XVI. Nunca cambiamos, solo nos apagamos.

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Cuando Norman tenía nueve años, alcanzaba el peso de cincuenta y un kilos y una estatura de 1.63. No era algo alarmante, o algo que preocupase a su madre, o que el médico recomendara cada que algo pasaba en él, pero podía sentirlo, y sentirlo es muchísimo peor a escucharlo. 

Podía verse panza y lonjas, ¿y qué? Los niños deben alimentarse de manera concurrida, si no cómo crecerán de manera fuerte y adecuada. Eso era lo que le decía su madre cuando Norman se lo cuestionaba, ya que Elvira Woodbury creía firmemente que, llegado el momento, su hijo bajaría de peso abruptamente, y lo hizo, pero no fue de una manera tan bonita como Elvira pensaba que sería.

Así que, cómo saber si sus hábitos estaban mal, no había un manual de vida que se te daba al nacer, uno que te advertía que habría gente que usaría tu peor debilidad en contra tuyo; entonces lo que más odiabas de ti se convertía en lo que quieres quitarte con cualquier método posible. Norman no sentiría eso, no hasta entrar a cuarto grado de primaria, lugar en el que las personas comenzaban a fijarse un poco más de su físico y, en consecuencia, el de los demás. Se transforman en personas distintas, adoptan actitudes que hasta a sus madres asusta. Saben que ese chico no es el mismo que conoció, saben que cambió, pero no saben cómo lo hizo.

Norman era un hico tranquilo, no se trataba siempre de odiar su enorme panza o sus muslos gordos, adoraba como era respecto a lo mental. Tenía capacidad para hacer reír, para autoconvencerse de que a las otras personas les había dado risa su chiste y no lo chistoso que se veía su papada cubierta de migajas de papas fritas o dulces pintalenguas. Se sentía bien hacerlo, no importaba la razón de la risa, sino solo escucharla. 

A los 11 ya había subido a los sesenta, y faltaban unas cuantas comidas más para que alcanzara los setenta kilos. Ese fue el punto en el que las demás personas a su alrededor comenzaron a notar quién estaba engordando. Y mientras que en algunos casos pensaban cómo solucionarlo, en otros se imaginaban cómo usarlo para destruirte. 

Elvira lo llevó por primera vez a una pediatra, para que revisara sus pies, llevaban funcionando de una manera la cual no deberían, y aunque en un principio parecía solucionable, después terminó afectando el rendimiento físico del pequeño Norman. Caminar era una tarea pesada, pero correr se trataba de la verdadera pesadilla para sus pies. Y también para el chico, ya que cuando ocurría aquel dolor agudo en el pie, no le quedaba nada más que ver al resto de sus compañeros correr y divertirse. Al menos a él le tocarían los divertidísimos ejercicios de estiramientos, mientras que los demás reían hasta ahogarse jugando Policías y Ladrones, o Quemados. 

Al revisarlo, la mujer determinó que, en efecto, había problemas en la forma que el pie de Norman pisaba, y lo cóncavo que l resultaba. Norman no entendía nada de lo que decían, solo sentía unas grandes ganas de llorar, llorar porque seguramente la cosa que pisó una vez mientras caminaba por el césped había arruinado sus posibilidades para correr con los demás niños. ¡Sí, estúpida cosa! Seguramente esa cosa tenía la culpa. 

Miró había el techo y se concentró en los dibujos de la pared, al fin y al cabo, ya había resuelto su malestar, tendría o no tendría arreglo, lloraría o se pondría tan feliz hasta explotar. Quién sabe, cuando eres niño no te das cuenta de lo que tu mera existencia implica. Eres invencible.

Al terminar, Elvira acompañó a su hijo hasta la recepción, la mujer no hablaba, y él no sabía cómo hacer para que lo hiciera.

Hasta que, durante el camino, la madre dijo:

—Tendremos que mejorar esa alimentación, Normy —luego lo miró por el retrovisor, y le dedicó una sonrisa fingida. Su madre estaba aterrada. 

Después los nutriólogos tomaron lugar, y eso fue tan aterrador como podría pensarlo un chico como Norman. Una mujer empezaba a elegir lo que debías comer, en qué porciones y la hora en la que debías hacerlo. Y siendo un cambio tan repentino, jamás pudo adaptarse como debió, solo pudo ver la manera en la que hacía feliz a su madre. Tal vez, eso sería lo que mantendría a Norman haciéndolo, hasta que, se hartó. 

Las notas perdidas: Sangre en el lagrimalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora