Las notas perdidas: Sangre en el lagrimal

XVIII. Antes del anochecer.

Sebastian despertó la mañana del 27 de diciembre sintiéndose fantástico. Además, había pescado el peor resfriado que un ser humano podría tener, pero se sentía tan feliz, tan pleno, tan él, que no lo sintió hasta las 10 de la mañana.

Y, cuando había estado completamente despierto, sintió el peor dolor de garganta posible. Los mocos se le escurrían hasta el mentón, y sentía un frío anormal. De todos modos, podía mantenerse en pie y sonreír mientras bajaba las escaleras.

Por primera vez, en un año y seis meses, había hablado con sus antiguos amigos, y había hecho unos nuevos.
Sinceramente no parecía haberle importado demasiado Jane el día anterior, ni siquiera Max, ya que tenía a alguien nuevo.
Norman había demostrado ser una persona agradable, alguien que te puede caer muy bien. Ignorando el hecho de que fuera callado, tímido, reservado, introvertido y que tuviera que mirar hacia arriba para mantener contacto visual, de todos modos Sebs podía admitir que era la primera persona en todo ese tiempo con el que en verdad podía sentirse como una amistad.

La primera persona había sido Dania, después vinieron más personas que tal vez no lo consideraban como un amigo. Norman... ¿qué más podría pensar sobre Norman?

Un amigo, esa era la definición de Norman, uno nuevo. Y tal vez se estaba haciendo ilusiones demasiado veloces y precipitadas, pero qué más daba; era el primer chico que en verdad se preocupaba por lo que él tenía que decir, el primero que lo escuchaba y sonreía mientras lo hacía.

No fue sorpresa para él que sus padres lo miraran extraño cuando bajó las escaleras con su extremo resfriado y su sonrisa eufórica.
-¿Qué mosco te picó? -preguntó su madre terminando de picar un jitomate en una tabla de madera.
-Más bien, qué virus se poseyó de tu cuerpo. Estás como un muerto -contradijo su padre con los brazos cruzados.
Sebs estaba soñando despierto, hasta que pudo concentrarse en lo que decían sus padres. Los miró extrañado y levantó una ceja.
-¿Virus? De qué hablan, me siento como nunca -afirmó Sebastian, al mismo tiempo que un moco transparente y casi en su estado completamente líquido, desciende hasta la comisura de su labio. Lo limpia rápidamente.

-Bueno, si te sientes tan bien, ¿en qué momento te enfermaste tan horrible? Se supone que estuviste en casa, ¿no? -continuó su madre tirando el jitomate partido en la sartén.
-Bueno, pues... estuve la mayoría del tiempo aquí dentro, pero... -pensó varios segundos. Desde luego no les diría la aventura que tuve con sus nuevos amigos, ni la razón verdadera de su felicidad, o tampoco la persona que ahora habitaba en su mente- Rachel me pidió ayuda para hacer algunas cosas, y creo que no debí salir a esa hora en específico.

-Bueno, tómate esto y reza para que no sea tan serio y que necesites inyecciones -su madre se acerca a unas puertas de la alacena y saca un frasco de pastillas, dejándolas enfrente del chico.
-Está bien.

Su padre lo miró de reojo y resopló.
-Si estás tan enfermo, ¿por qué sonríes tanto? No te había visto así, nunca -reclamó su padre, dejando de ver la pantalla de su teléfono.
-Bueno, pues... Supongo que es la vida, pa. La vida siempre mejora. ¿No? -luego sube a su habitación con el frasco de pastillas, tan sonriente como cuando bajó.

Al llegar se recostó en su cama con los brazos extendidos, con su abdomen un poco descubierto por su camisa.
Sacó su teléfono y mensajeó a Mercy, pero jamás contestó.
Anoche no se había preguntado nada, había llegado a su casa, saludó a su callada familia y subió a su cuarto sintiéndose cansado y sorprendentemente completo.

Al dejarse caer de la misma manera que lo haría al día siguiente, durmió como un tronco. Jamás se preguntaría lo que había visto Mercy. Jamás sabría la razón hasta que alguien se lo dijera, o pasara en las noticias.