Mew montó en el ascensor de las oficinas con un discurso preparado. Imaginó que, como todas las mañanas, Gulf ya estaría en su mesa cuando él llegase. Entonces le enumeraría todas las razones por las que debía participar en aquella farsa y, por supuesto, Gulf aceptaría; porque no había nadie más persuasivo que Mew Suppasit Jongcheveevat.
Sin embargo, para su sorpresa, cuando llegó a la última planta, no encontró a nadie allí. La mesa de Gulf estaba vacía.
Frunció el ceño y se metió en su despacho. Cerró de un portazo.
¿Y si el chico no se presentaba y desaparecía? Aquello sería un desastre de magnitud incalculable. Mew sabía calar bien a las personas y los Panich habían caído embaucados ante la idea de que en realidad él no fuese ese obseso del control y del trabajo que aparentaba ser (y que en realidad era), sino un tipo familiar, con principios, enamorado del chico que había conocido de niño, cariñoso y afable.Nada más lejos de la realidad.
Por eso Gulf se había convertido en una pieza imprescindible.
Para alivio de Mew, cuando estaba empezando a desesperarse, llamaron a la puerta con suavidad y, en cuanto le dio permiso, Gulf la abrió y lo miró con una mezcla de timidez y seguridad que lo descolocó. Gulf pasó y se acomodó en el sillón de enfrente.
—Llegas tarde —dijo Mew—. Entras diez minutos antes.
—Lo sé, pero, dado lo que ocurrió la otra noche, creo que estamos ante un caso excepcional —contestó Gulf, aunque, por dentro, estaba temblando.
—¿Te lo has replanteado? —Mew lo miró.
Tenía esa forma de mirar que impactaba e imponía. Con las manos enlazadas y posadas sobre la mesa, la espalda recta y los rasgos masculinos, parecía un príncipe de las tinieblas. Y no era solo eso. Pronto Gulf advirtió que había otras dos cosas en él que estaban hechas para descolocar al rival: su voz, que era profunda y atrayente. Y el olor de esa colonia que usaba siempre y que resultaba tan delicioso que daban ganas de contener el aliento cuando pasaba cerca para no caer en el embrujo de aquel seductor aroma.
—Sí, he tenido todo el fin de semana para pensar.
—¿Y bien? No tengo todo el día, Gulf.
Gulf sabía que estaba mintiendo.
Mew tenía todo el día para él y mucho más. Aunque intentara mostrarle lo contrario para no enseñar sus cartas, Mew lo necesitaba desesperadamente. En aquellos dos meses, Gulf se había aprendido sus gestos y sus costumbres y sabía bien que, si algo no era de su interés, directamente no le daba ni siquiera una oportunidad; cancelaba la cita o le gritaba que se marchase de su despacho porque tenía cosas que hacer. Pero su mirada indicaba todo lo contrario: anhelo. Como un fan delante de su ídolo.
—Quiero negociar los términos del trato.
Mew se recostó en su sillón y lo miró con suspicacia mientras se frotaba el mentón recién afeitado aquella mañana. Le gustaba Gulf. Le gustaba que tuviese más agallas que muchos de los hombres que conocía y que no le intimidase su presencia como al resto del mundo. Pero, al mismo tiempo, era muy consciente de que eso podía ser un problema.
—Adelante. Habla.
—Quiero un aumento.
—Ya te di uno el viernes por la noche.
—Un aumento de verdad, no esa chorrada.
Mew intentó no sonreír y apretó los labios con fuerza.
—Está bien. Dime cifras para que podamos negociar.
—Del cuarenta por ciento —soltó de improviso.
—¿Bromeas? —No es que no pudiese pagarlo; tenía dinero para costearse a un centenar de secretarios, pero lo descolocaba estar en desventaja, el hecho de que Gulf le exigiera y él no pudiera controlar aquello. Mew estaba acostumbrado a llevar las riendas y era muy consciente de que en aquellos momentos era Gulf el que las tenía en las manos y no parecía dispuesto a soltarlas y aflojar el agarre—. Eso es disparatado —añadió.
—No más que pedirle a un secretario que finja ser el novio de su jefe. ¿Qué crees que opinará recursos humanos de algo así? —Se lo había estudiado a detalle ese fin de semana.
Mew lo miró con admiración antes de asentir.
—Está bien. Tú ganas. Un aumento del cuarenta.
—Quiero más cosas —repuso rápidamente.
—Te escucho —siseó con voz baja y dura.
—Una tarjeta de crédito de la empresa para todos los gastos que necesite relacionados con el trabajo. Es decir, ropa, por ejemplo. No tengo nada apropiado para el campo.
Mew apretó los dientes, aunque pensó que aquello era una buena jugada por parte de Gulf. Puede que hubiese subestimado a su secretario durante aquellos meses.
—De acuerdo. Me parece justo —cedió.
—Seguiré siendo tu secretario mientras sea tu novio de pega, pero no me encargaré de cosas que no vienen a cuento, como ir a la tintorería para recoger tu ropa o ayudarte a elegir flores para una cita. Tampoco te traeré el café; no soy camarero, soy administrativo.
Mew frunció las cejas. Puede que el chico tuviese razón, pero no le hacía ninguna gracia tener que reconocerlo en voz alta, a pesar de que admiraba sus agallas.
—Está bien, no más recados. Espero que sea suficiente.
—Aún no he terminado —lo frenó Gulf.Mew gruñó.
—¿¡Qué más quieres!? Ya estoy siendo muy generoso.
—He oído que uno de los mejores abogados de la ciudad trabaja para la revista, ¿es eso cierto? —preguntó Gulf, ignorando el gesto malhumorado de su jefe.
—Así es, ¿por qué te interesa?
—Quiero que me represente.
Mew lo miró sorprendido. Interesante, aquello era interesante. ¿Por qué razón una persona tranquila y sin problemas como Gulf quería un buen abogado? Suspiró y lo miró con interés.—¿Para qué necesitas a ese abogado?
—Eso no es asunto tuyo —repuso Gulf.
—Lo es si requieres mi ayuda —contestó.
—¿Lo aceptas o no? —Lo desafió Gulf.
Mew quiso negarse o presionarlo más, porque de repente la necesidad de saber qué problema tenía Gulf para querer un abogado era tan fuerte que la tensión se asentó en su mandíbula. Mew estaba acostumbrado a conseguir todo lo que quería. Fuese lo que fuese. Y en aquellos instantes deseaba saberlo todo sobre Gulf Kanawut Traipipattanapong, tener un informe de ese chico en su mesa, poder repasar punto por punto cada acontecimiento importante de su vida. Y, sin embargo, no podía hacerlo. Porque entonces Gulf se negaría a cerrar el trato.
—Está bien. Cuarenta por ciento, tarjeta de empresa, un buen abogado. —Lo miró malhumorado y se levantó—. ¿Deseas algo más, cariño? —se burló sin humor, llamándolo como lo haría a partir de entonces delante de todos los demás.
—Te agradecería que te limitases a actuar en público.
—Me gusta ensayar mi papel —ironizó Mew—. En cuanto a eso, por supuesto, tendremos que hacerlo. Prepararlo todo bien. ¿Cuándo podemos vernos?
—¿Fuera del trabajo? —Gulf lo miró confundido.
—Por supuesto que sí. De todas formas, creo que no estás entendiendo la situación, querido Gulf. —Se plantó delante del chico, que acababa de ponerse en pie y los dos se miraron de frente, muy cerca—. A partir de ahora, de cara a los demás, eres mi novio. Diremos que escondimos lo nuestro porque no queríamos mezclar trabajo con placer, pero que ha llegado el momento de hacerlo público. Imagina que los Panich se presentasen mañana en la oficina y le preguntaran a cualquier persona de este lugar por el señor Mew Suppasit Jongcheveevat y su chico, Gulf. Todo el mundo tiene que creérselo, ¿lo entiendes?
—No puedes estar hablando en serio —replicó.
—Hablo muy en serio, Gulf. Tanto, que voy a organizar una cena de empresa para poder anunciar lo nuestro de forma oficial. Y, mientras tanto, tú y yo nos pondremos al día para inventarnos una historia creíble que contar a los Panich cuando vayamos a pasar unos días con ellos. Lo más sensato es que nadie más sepa que esto es una farsa, porque podría correrse la voz.
Mew era un estratega, un jugador en la batalla.
Gulf jamás había conocido a un hombre tan autoritario, calculador y analítico como Mew Suppasit Jongcheveevat. Parecía haber pensado en todo, hasta el último detalle. Aunque no había contado con algo que, de pronto, a Gulf le empezó a preocupar.
—La cuestión es que… mis amigos sí que lo saben…
—¿Cómo has dicho? —Lo taladró con esos ojos grises.
—Lo saben. Se los conté este sábado cuando quedamos a tomar un café. Me sentía un poco violento tras lo que ocurrió el viernes por la noche y necesitaba compartirlo con alguien más. Tampoco es tan raro —se justificó, porque Mew parecía contrariado.
—Está bien, pídeles que mantengan la boca cerrada.
—Claro, no habrá problema con eso.
—Bien. Iré esta noche a tu casa —dijo Mew de repente.
—¿A mi casa? —Gulf lo miró horrorizado. Ni siquiera podía imaginar la idea de ver a Mew Suppasit Jongcheveevat en su morada—.¿Por qué tenemos que…?
—Hay que ensayar la farsa —lo cortó Mew sin mirarlo, centrado en un mensaje que le había llegado al móvil. Gulf odiaba que hiciera eso, que lo tratara como si no fuese importante; sintió ganas de darle una patada en la entrepierna—. Estaré allí sobre las ocho.
Y sin más, Mew se metió en su despacho y cerró la puerta con fuerza. Gulf se quedó unos segundos parado, dándole vueltas a todo lo que acababa de ocurrir. Por una parte, estaba contento, porque había conseguido cosas muy importantes; dinero y un abogado, algo que llevaba meses soñando. Pero, por otra parte, no podía evitar estar preocupado por la situación. Mew Suppasit Jongcheveevat iba a ser el novio falso más terrible del mundo y, aunque tras dos meses trabajando con Mew él había aprendido a manejarlo, le preocupaba no ser capaz de mantener controlada esa situación, porque era algo nuevo y él no estaba preparado para enfrentarse a un Mew más personal, ese que esa noche se presentaría en su casa, tan solo se veía capaz de enfrentarse a la Bestia, el tipo duro, egocéntrico y frío que tenía que ver todos los días en el trabajo, viviendo bajo sus órdenes y deseos.
Ahora, de repente, eran dos iguales. De tú a tú.
La barrera que los separaba empezaba a romperse. 🌻☀️
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El Secretario y la Bestia.
RomanceEl Secretario y la Bestia. 🌻☀️ Hermanos Jongcheveevat, libro 1. Sinopsis: Todo el mundo teme a Mew Suppasit Jongcheveevat, el director de la revista más vendida de Nueva York, al que sus trabajadores apodan como "la Bestia". Es hermético, impertur...